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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pillería

No es extraño que este hombre cuyas faltas se escucharon por teléfono, alegara ante el juez Castro que no supieron buscarlo

Juan Cruz

Perdonen que les hable del pasado remoto, pues aquí si pasa una semana del asunto ya parece que uno está comentando el asesinato de Kennedy. El periodismo es así: antes las cosas las traían los teletipos y tardaban en posarse; ahora es el aire el que las avienta y cuando quieres mirar ya no queda ni rastro de lo que parecía un tsunami mediático. En fin, hablo de Francisco Camps, aquel presidente, y de su sinuosa ocultación de la semana pasada. No hace tanto, pero corre el riesgo de que esa vergüenza (ajena) se mezcle con la hojarasca y desaparezca.

Lo llamó el juez, le dijo que estuviera disponible; lo supo media España, pero él debía estar en la otra media. No es raro. Él desoyó a su partido e incluso al oído que debe tener cualquier persona para escuchar lo que le dicen los ecos básicos de la ética. No oyó, ni oyó el timbre, ni el móvil, tampoco escuchó ese eco ético que debe seguir apagado. No es raro, vista la historia. No oyó tampoco el eco del accidente del metro de Valencia, preocupado como estaba de taparlo, con la ayuda de Juan Cotino, para que no se escandalizara el Papa. Más adelante, no escuchó la voz de su conciencia, cuando mezcló su insonoridad para la ética con la realidad de Gürtel, y se reclamó digno de recibir trajes gratis como si el que los estuviera usando fuera otro.

Cuando se subió al carro de su ambición política, vio que decaía Rajoy y organizó un almuerzo en Madrid, para decir que estaba disponible. Como a la mitad del camino le salieron los forúnculos Correa y Bigote, se sometió igualmente al almuerzo de su lanzamiento y le contestó al periodista Ángel Expósito lo que ahora sigue siendo tan infame como entonces: él se pagaba todos sus trajes. Dicho con la sonrisa entre contrita y asustada con la que ha paseado por España su desfachatez pública, entre la beatería y el cinismo.

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No es extraño, pues, que este hombre cuyas faltas se escucharon por teléfono, alegara ante las llamadas del juez Castro que él estaba en casa y no supieron buscarlo, pues él no se enteró de nada. Hay tradición en eso, en que no se enterara de nada. De hecho, su jefe máximo, Mariano Rajoy, cuya autoridad él quiso minar hasta deponerlo, lo quiso llamar al orden, y en efecto lo llamó. Pero en una maniobra que se parece a la que ha perpetrado ante la llamada del juez, se quedó a medio camino y el ahora presidente se tuvo que conformar con tomar refrescos con él en un parador de por ahí.

Lejos de mí la tentación de usar el adjetivo que viene de pillería para definir lo que rodea a aquel presidente que fue uno y otro a la vez, pero no como el Otro de Borges, sino como el otro de Camps. Después del escandalillo organizado (como ya a nadie sorprende la gente no se solivianta), aquel presidente explicó que siempre que él hace algo se produce un tsunami mediático. Qué más quisiera. No ha habido tal cosa, él ha creído verla. Lo que tendría que haber habido es una orden de busca y captura, como se hacía antes, para que el hombre hubiera sabido, como media España menos él, que el magistrado que interrogó a Rita Barberá también necesitaba hacerle algunas preguntas.  jcruz@elpais.es

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