Por fin una alegría
El otro día me encontré hablando con mis abuelos —andaluces los dos, y medio analfabetos— sobre la situación política de Cataluña. Mi abuelo hablaba de Artur Mas como quien habla de un vecino del que se conocen hasta sus más recónditos secretos. Mi abuela se atrevió a asegurar, incluso, que si el Gobierno no comenzaba pronto a mirar por los intereses de Cataluña (lo que, según ella, es también mirar por los intereses del resto de España), íbamos a vernos todos envueltos en un clima de odio y resquemores cuyas consecuencias bien podrían ser fatales para nuestro futuro. Creo recordar que fui yo quien sacó el tema; ahora bien, puedo decir sin temor a equivocarme que no fui yo quien lo cerró. Acaso no llegó nunca a cerrarse, porque al quedar perplejo y achicado por la vehemencia con la que discutían tuve el tiempo y el espacio necesarios para darme cuenta de que ya no había vuelta atrás. De que mis abuelos, el vecino, yo mismo y hasta el desconocido de ahí enfrente, esto es, la sociedad entera, nos estábamos politizando, y, por tanto, acercándonos a una esfera que siempre creímos inalcanzable, además de ajena.
Algo me dice que la próxima vez que hable con mis abuelos, ambos harán mención del Artículo 1 de la Constitución. Y será una alegría.— Adalid Nievas Rojas.
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