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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Pensar y mirar

Anatxu Zabalbeascoa

Le Corbusier aconsejaba mirar detrás de las casas. Lo hizo también Edward Lutyens, cuyo “aunque nadie pueda verlo Dios lo ve” dio título a un sagaz ensayo de Oscar Tusquets en el que éste se planteaba hasta dónde debía llegar la mano del arquitecto. Más allá de las casas y el lugar, las páginas escritas ofrecen otra manera de acercarse no solo a la arquitectura y al paisaje sino también a la visión de ambos que tienen quienes han pensado sobre la vida en general y sobre la arquitectura como parte de esa vida, no como una disciplina aislada. Así, les propongo un verano de casas y libros: unos minutos a la semana para mirar detrás de las casas y dentro de los libros. Esos contextos tan minuciosos, y tan amplios, esconden otras arquitecturas. Permítanme que dé el primer paso de la mano del desaparecido crítico literario Joe Ackerley y su libro póstumo Mi hermana y yo, traducido por Andrés Barba para la editorial Sexto Piso. Esta primera entrada tiene a la vez, libro y casa.

Hace unos días, en Londres, quise comprobar si era capaz de encontrar una casa. Sabía que era un apartamento de inviernos fríos con una amplia terraza. Eso me hizo pensar que estaría en la última planta del inmueble, junto a la azotea. Sabía que tenía vistas sobre el Támesis y que estaba cerca del barrio de Putney, en la calle Star. Me llevaba allí no la voluntad de visitar el edificio sino el deseo de conocer mejor a un hombre, un tipo lúcido capaz de amar a un perro, esos animales “que suelen atraer los corazones de los inadaptados y los poco queridos” e incapaz, al parecer, de comprender a una hermana: “nos gustábamos como se gustan dos personas que no son capaces de tener una percepción inteligente y clara del corazón de la persona que tienen enfrente”.

Parecía fácil dar con el apartamento que Ackerley ocupó desde el año 1947, a veces solo, a veces con su tía Bunny –cuyo principal talento era encajar en cualquier lugar-, otras veces con su hermana Nancy –“¿Es el problema de Nancy una verdadera enfermedad o sencillamente mal carácter?”- y todo el tiempo que pudo con su amada perra Queenie. Parecía fácil llegar hasta allí excepto que… la calle Star ya no existe. Así, preguntando y dejándome guiar, y por lo tanto liar, por los vecinos fui conociendo el barrio donde Ackerley y su hermana se aguantaron mutuamente. Por calles y aceras fui recortando visualmente todo lo que me parecía posterior a 1967, el año en que el novelista murió precisamente en su cuarto de ese apartamento. No tuve que trabajar mucho hasta que llegué al parque. Era en el parque donde Ackerley y su perra respiraban a diario. En el río, junto a ese parque, donde se bañaban llegado el mes de julio o donde, temprano por la mañana, observaba los magníficos cuerpos de unos obreros que nadaban despreocupadamente desnudos. En el parque era donde el escritor caía en la cuenta de que su hermana “lleva hablando de que tiene que conseguir un trabajo los últimos veinte años”. Lanzándole palos a Queenie se preguntaba si la psicología “podría conseguir progresos en gente que es sencillamente egoísta, envidiosa o egocéntrica”. Y caminando allí, durante las primeras horas de la mañana, concluyó que su hermana se había equivocado: “En uno mismo nunca reside la felicidad. El menú habitual del yo es la melancolía”. Gracias al parque, Ackerley podía disfrutar encerrado en su habitación, donde era feliz gracias también a las vistas sobre el río, a sus amigos, a la lectura, y al vino. Con ese menú sencillo Ackerley fue feliz. Fue en ese parque que siendo el mismo sin duda se había convertido en otro, donde creí entender al novelista, que cada vez que paseaba por él, de madrugada o de noche, pensaba lo mismo “¡Oh Inglaterra! ¡Civilización!”.

Al final de la tarde, cuando regresé hasta la calle mayor para coger el autobús decidí dar una última vuelta por la orilla del río. Y entonces lo vi: en un edificio de ladrillo había una de esas chapas violetas con las que en Londres recuerdan a sus creadores.






Comentarios

Bravo. Me ha encantado leerlo, por lo bien escrito, por la historieta buscando una casa y por hablar de Ackerley. Un poco ácido, ¡pero es adictivo!
Estupenda entrada, gracias! A mi también me gustaría visitar el apartamento de Ackerkey... aunque tras leerle no tuve la sensación de que hubiese sido un hombre feliz. Que el amor de tu vida sea una perra, tal como Ackerkey dejó escrito, conlleva una gran soledad.
Vecino del ático:Gracias, pero ojo, que quede claro que el apartamento de Ackerley no se visita. Todo lo más: llegar hasta allí y sentarse frente al río. Nadie puede saber quién es feliz ni cual es su idea de la felicidad. Pero yo sí me atrevería a decir que Ackerley sabía cómo intentar buscarla. Y lo hacía. No tengo la sensación de que se engañara sobre si lo lograba, a ratos, o no. Saludos cordiales
Incluso hay que mirar detrás del arquitecto...Fue Le Corbusier filofascista? ( Fue fascista "tout court"?)Gracias por la nota

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