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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Amistad traicionada

La presión de EE UU sobre la regulación de datos en la UE se suma a otros episodios rechazables

Si no fuera por el escándalo de los vuelos secretos de la CIA en cuya cobertura se ensuciaron muchos Gobiernos europeos; si no fuera por el espionaje norteamericano masivo realizado a los Gobiernos del continente y a las instituciones comunitarias, cuyo descubrimiento por el disidente Snowden los ridiculizó; si no fuera por la sonrojante chapuza de las prohibiciones de vuelo al avión del presidente boliviano Evo Morales sugeridas desde el alto espionaje transatlántico...

Si no fuera por este género de episodios que levantan tensiones de mayor cuantía entre socios, el asunto de las presiones estadounidenses sobre la UE a cuenta de la nueva directiva europea de protección de datos podría quizá considerarse de menor cuantía.

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Pero de ninguna manera puede calificársele de tal si forma parte de una secuencia que cuestiona el primero de los valores de la civilización occidental, el respeto escrupuloso a las libertades individuales. Un respeto que la Administración norteamericana —de un signo o, como ya sabemos, del contrario— ha situado en la categoría de mero instrumento para la seguridad o para el interés de sus grandes empresas.

La Administración de EE UU, por vía directa, indirecta y pluscuamperfecta, ha tratado de influir para diluir el nivel de protección sobre los datos de los ciudadanos europeos, de forma que las multinacionales de aquel país tengan escasos obstáculos para disponer de esos datos en beneficio de sus intereses comerciales. Hasta el punto de que, por esa razón y otras conexas, la nueva regulación cuyo diseño se inició hace 18 meses sigue empantanada, y que su decisivo artículo 42, que prohibía la cesión de datos a las autoridades de países terceros sin autorización de las agencias de protección nacionales, ha decaído.

Podrá argüirse que en EE UU la actividad de los grupos de presión es muy abierta y concita así sus propias vacunas. Pero si el lobby lo hace el propio Gobierno de Washington, con tácticas ocultistas o torticeras, como la emisión de papeles que obliteran su autoría, entonces conviene cuestionarse si esas presiones y métodos son propios de Gobiernos no solo amigos, sino también cómplices en el modelo económico y democrático común. Y si no son propios de dicha condición, habría que reconsiderar y reformular los términos de esa amistad traicionada.

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