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Tribuna
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Exclusión y Tamarod

Morsi fracasó en Egipto por conducir un gobierno incompetente y excluyente

Diego García-Sayan

Tamarod –“rebélate” en árabe– es el nombre que se dieron en abril, según se cuenta, cinco jóvenes egipcios para recolectar 15 millones de firmas pidiendo elecciones anticipada al Gobierno de Mohamed Morsi para el 30 de junio, primer aniversario de su elección. Contando con las redes sociales se dice que llegaron a recolectar 22 millones de firmas. Todo acabó en el golpe militar de la semana pasada y en un impresionante índice inicial de 94% de aprobación al Ejército. Es obvio que en la expansión acelerada del Tamarod podrían haber tenido algo que ver no sólo los militares sino gente vinculada a Mubarak. Pero el hecho es que el 30 de junio era evidente el masivo descontento de un país que decía “basta”. Lo demás es historia conocida. En los intensos tres días que siguieron, el Gobierno se hundió.

¿Qué había pasado? Egipto no es el único lugar del mundo en que la incompetencia de un gobierno lanza a la gente a las calles produciendo una eclosión social que lo acaba haciendo colapsar. Lo ocurrido, sin embargo, tiene varias particularidades de las que se desprenden algunas reflexiones que pueden ser útiles no sólo para el mundo árabe.

El país más poblado del mundo árabe es difícil de gobernar porque está formado por un crisol de opciones e identidades

Morsi fracasó por conducir un Gobierno incompetente y excluyente. Cuando fue elegido hace un año contó con el 52% de los votos, recibiendo el apoyo de amplios sectores sociales. No sólo de los seguidores de los Hermanos Musulmanes, cuyo capital era la imagen de ser la estructura más organizada y competente del país. El país, con razón, lo prefirió frente a su rival, un oficial de la Fuerza Aérea identificado con Mubarak.

El país más poblado (84 millones) del mundo árabe es difícil de gobernar. Poblado por un abanico complejo, que va de islamistas radicales hasta una clase media seglar y occidentalizada, pasando por cristianos coptos e islamistas chiíes. En ese crisol de opciones e identidades, la clave estaba –y está– en la capacidad de promover –o no– una política de inclusión e integración. Después de la elección todo parecía empezar bien, y la popularidad de Morsi llegó al 80%. En menos de un año, la esperanza se desvaneció.

Pero los meses que siguieron fueron un desastre. Tanto por el deterioro acelerado de la economía como por la sucesión de decisiones y gestos gubernamentales para establecer un régimen político caracterizado por la exclusión y el sectarismo. El factor económico fue, por supuesto, un detonante de la protesta social y, en especial, de la juventud, para la cual el índice de desempleo llega ahora al 40%. Telón de fondo: creciente inflación y la escasez. Hasta allí la protesta egipcia no tiene mayor diferencia con lo que ocurriría cualquier otra parte.

Tras el golpe, los islamistas radicales podrían adoptar la tesis de que no es posible llegar al gobierno por medios democráticos 

Lo decisivo, sin embargo, parece estar en que cuando la rueda gubernamental se puso a marchar, prevaleció una concepción sectaria y excluyente del poder que amenazaba con la islamización de toda la sociedad, y que no correspondía a una democracia plural e inclusiva: desde una nueva Constitución “monocolor”, aprobada sin asomo de consenso nacional, el anuncio en noviembre de no acatar las decisiones de la Corte Suprema hasta reservar las posiciones claves del Estado para miembros de la Hermandad. Eso empujó al país hacia la polarización. El golpe militar, dado en nombre de la “reconciliación nacional”, la ha agudizado. La inestabilidad y los muertos a diario parecen llevar el país al borde de la guerra civil.

Lo ocurrido es preocupante no sólo para Egipto, sino para el resto del mundo árabe. Los islamistas radicales podrían nutrirse de esta experiencia para afirmar la tesis de que por medios democráticos es imposible acceder al gobierno, ya que de inmediato viene un golpe de Estado. Y, contrario sensu, buscar legitimar la violencia y el terror como único camino.

Esto, sin embargo, va más allá del mundo árabe. Aun en contextos étnica y religiosamente menos complejos, como los de América Latina, es clave que los gobernantes tomen nota de la potencialidad movilizadora y de explosión social que pueden generar las señales de exclusión desde el poder. En un contexto de democratización regional como el actual, la autopercepción de derechos se va extendiendo y generalizando. La inclusión ya no sólo es una buena idea, es un derecho. Grave error olvidarlo.

Diego García-Sayán es presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

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