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Tribuna
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Carta a una futura embajadora de España en Egipto

De cómo una diplomática se convirtió, para el ministerio de Exteriores, en 'señora Bond'

Querida hija:

Naciste con estrella, un angioma infantil, un 11-M. Tu nacimiento trajo consigo enorme felicidad a tus padres y algo de esperanza a este mundo, que atraviesa tiempos difíciles cargados de incertidumbre y, por ello, de desconfianza y miedo. Cobran vigencia de nuevo las palabras que escribiera en 1562 Castellio (De arte dubitandi): “La posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad.”

En este contexto, y no por casualidad, elegimos para ti un nombre reconocido y querido por las tres religiones abrahámicas: Sara (princesa). Apenas llegas al año y, antes de tus primeros balbuceos que aún no sabemos si serán en árabe o español, ya hay quién, haciendo prevalecer un ius sanguinis patrilineal, se apresura a subrayar tu pertenencia a una “segunda generación” de no sé bien qué. Mas puede ser que como el protagonista de aquel maravilloso libro que me regaló tu padre, León el Africano, hagas tuyas sus palabras: “por boca mía oirás el árabe,…el castellano,… pues todas las lenguas, todas las plegarias, me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna”.

Te cuento una historia lejana. Había una vez en España un sistema, el que imponían los estatutos de limpieza de sangre, que exigía a los aspirantes a ingresar en determinadas instituciones el requisito de descender de padres que pudieran asimismo probar descendencia de cristiano viejo. Tuvo amplio predicamento en instituciones gubernamentales, órdenes militares e incluso en universidades, —espacio por excelencia llamado a acoger en su seno la libertad y la ciencia. Tardó tiempo en caer en desuso aberración semejante y no será hasta 1870 cuando la pureza de sangre dejó de ser un criterio para la admisión al cargo de profesor o en la Administración pública.

“Todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna”

Y cuenta la leyenda que, por aquel entonces, los nobles gustaban de desnudar el brazo que portaba la espada a fin de mostrar la sangre azul que corría bajo su lechosa piel.

Probablemente a estas alturas del cuento, tú, piel de alabastro y nombre insigne, me inquirirías por la moraleja: ¿acaso pudiera alguien dudar de mi abolengo?

Esbozaría una sonrisa y te contaría otra historia más reciente. Corría el año 2003. Una joven letrada  ingresa en la carrera diplomática conforme a los criterios constitucionales de mérito y capacidad. Conoció mundo y comprobó que, como versionara Unamuno al cómico latino, “homo sum, nullum hominem a me alienum puto” (soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño). Tal vez de la mano del convencimiento vino el enamoramiento y se casó con Mohamed. Compartían una misma creencia, aquélla que reconoce el derecho inalienable a la discrepancia, el respeto a las diversidades culturales y religiosas y el enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia.

Ahora me gustaría decirte aquello de “y vivieron felices, y comieron perdices”, y concluir que la integración que logra el matrimonio mixto es reflejo de la evolución de la sociedad de nuestro tiempo, pero confundiría realidad con deseo. Me temo que la historia discurre por terreno agreste. Prosigo.

El ministro de Asuntos Exteriores del Reino de España decidió nombrar a esa diplomática secretaria de Embajada en Amman, según un procedimiento establecido y conocido en la jerga diplomática como “el bombo”. La familia dispuso los arreglos y se aprestó a viajar. Pero he aquí que reaparecen en escena, tras el paso de los siglos, siniestros personajes.

El calificador, en base al amplio margen de discrecionalidad que le ofrecía la NS/02 de la Autoridad Nacional para la Protección de la Información Clasificada, podía determinar si un funcionario público había tenido dificultades financieras graves, o una conducta grave de desviación sexual que pudiera suponer un riesgo de vulnerabilidad por chantaje; o si había demostrado, de obra o palabra, falta de honradez, deslealtad o indiscreción, etc.; y, en consecuencia, denegarle la habilitación personal de seguridad. Encerrado en su despacho, y tras un sesudo estudio de heráldica, comparativa de religiones y probabilidad, el calificador emitió un contundente análisis de inteligencia estimativa: nuestra diplomática podía estar ”sujeta a presión a través de familiares que pudieran ser vulnerables ante servicios de inteligencia extranjeros”.

Esa es la imputación que llegó a sus oídos porque ni audiencia hubo, ni acusación formal, ni pruebas, solo maledicencia de “familiares” y “comisarios”. El notario del secreto levantó acta, el notario de secuestros anuló el nombramiento, y el tribunal del santo oficio dictó penitencia. No hubo destierro ni condena a galeras. Le colgaron el sambenito de señora Bond.

Cuando en el siglo XVI, el Conde-Duque de Olivares abogó por que se abriera la Administración a la gente de “manto y bonete” si tenían mérito para ello, advirtió que la exigencia de “limpieza” escindía la sociedad, creando enemigos en potencia contra el Estado, y no consiguiendo con ello un mayor prestigio de los españoles en el exterior, sino todo lo contrario.

Sara, hija, definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío, pues en tu almario encontrarás la herencia de tus padres: “No está en venta ni alquilaje”, y podrás llegar a ser poetisa o embajadora de España en Egipto.

Eva de Mingo Nieto es diplomática.

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