La fama
En este mundo sobresaturado de información, en el que los datos se suceden a velocidad vertiginosa, la realidad es un territorio resbaladizo

A raíz de un pequeño comentario a favor de los escraches que hice de pasada, un amable lector me escribió diciendo que se alegraba de que hubiera cambiado de opinión después de mi anterior texto tan condenatorio. Me dejó turulata, porque yo había publicado un artículo sobre los escraches, en efecto, pero era claramente favorable (y habrá que apoyarlos aún más ante barbaridades como lo del “nazismo puro” de Cospedal). Total, envié el artículo al lector y él se disculpó gentilmente, pero esta nimiedad me dejó pensando en cómo se producen semejantes equívocos.
Pongamos que me confundiera con Rosa Díez, que, en efecto, escribió un texto muy crítico. Y que el lector ni siquiera hubiera leído él mismo ese artículo, sino que algún amigo lo hubiera comentado. “¿Has visto lo que ha escrito esa? —¿Esa, quién? —¡Esa, la Rosa esa, la famosa! —¿Rosa Montero? —¡Esa, esa! ¡No veas qué texto tan horrible! ¡Totalmente en contra!”. No me digan que no suena reconocible. En este mundo sobresaturado de información, en el que los datos se suceden a velocidad vertiginosa, la realidad es un territorio resbaladizo. Por no hablar de la fama, esa banalidad que te convierte en un rostro y una identidad totalmente intercambiables, como me demuestran todos los días todas esas personas que creen reconocerme como Carmen Rigalt, Maruja Torres, Elvira Lindo y el resto de la nómina de escritoras patrias (no sé si ser mujer fomenta el totum revolutum o si esto es ponerse paranoica) ¡Y pensar que yo me martirizo obsesivamente por ser exacta en mis opiniones, por mantener una línea intelectual supuestamente honrosa! Qué pretensión idiota. Estos errores son muy útiles porque son una cura de humildad y te bajan la cresta. ¿Y saben lo más mortificante? Pues que yo hago lo mismo. Que a veces yo también digo sin ningún fundamento: “Esa, esa”.
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