La más grande
Las necrológicas sobre Margaret Thatcher parecen dividirse en dos: las hagiográficas y las que sin serlo la convierten en protagonista de anécdotas brillantes
Una mañana de octubre de 1991, entrando con mis papeles a los célebres estudios de Prado del Rey, me vi cercada por más de una decena de agentes de seguridad. Me puse de puntillas para ver, tras los hombros de aquellos gorilas, quién era la autoridad a quien con tanto celo custodiaban. Era la Thatcher. Dios santo, qué impresión. En los pasillos de la tele pública que tanta vida tenían entonces se podía ver lo más grande, pero juro que una de las presencias más poderosas que recuerdo fue la suya. Gran envergadura ósea y un rostro a la inglesa, con perfil de pájaro. Cabía preguntarse para qué necesitaba este pedazo de mujer tanto guardaespaldas. Aun sin ser Margaret Thatcher cualquiera se hubiera apartado al cruzarse con ella por miedo a recibir un bolsazo. Grande físicamente, grande como personaje histórico. Los tiempos que vivimos prácticamente fueron una invención suya. Cómo no van a celebrarla aquellos que proclaman que la única salida a la crisis europea es el desmantelamiento del Estado de bienestar. Qué más da que polarizara a un país y que inaugurara el derrumbe de la protección a los más débiles. La bancada de misoginia la aplaude. De pronto, encuentra en este tipo de mujer a un ser desmarcado del feminismo; fría como un macho; hiriente y humilladora. Bravo. Inteligente también. Los geniales guionistas del Spitting Image retrataban a Thatcher orinando de pie, en el aseo de caballeros. Cuando se iba, uno de sus ministros comentaba que cada vez que la tenía al lado se le cortaba la meada.
Las necrológicas de estos días parecen dividirse en dos: las hagiográficas y las que sin serlo la convierten en protagonista de anécdotas brillantes. Poco hay del personaje cruel. Yo me acuerdo de ella a diario. Sin ir más lejos, hoy, leyendo el desamparo en el que están quedando los enfermos mentales. Por ejemplo.
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