Mi primera visita a un campo de refugiados
Esta es la segunda de la crónica escrita desde Amman por Amaia Celorrio, responsable de Relaciones Públicas y Contenido del Comité español de ACNUR
La primera visita a un campo de refugiados no te deja indiferente, y menos si llegas en plena emergencia, como es mi caso. Esta mañana, tras hora y media de viaje desde Amman en 4x4, llegamos al campo de refugiados de Zaatari, al norte de Jordania y muy cerca de la frontera siria.
Son las 9 de la mañana y todavía cientos de personas están esperando a ser registradas por ACNUR. La mayoría de ellas cruza la frontera por la noche, para evitar los francotiradores sirios, y llega a Zaatari agotada tras caminar horas, sin nada más que la ropa que llevan encima. Me adentro en la gran tienda que les alberga, mis ojos se hacen a la poca luz que hay y sobretodo veo niños, muchos menores de 5 años y bebés, y también muchas mujeres y ancianos.
Las familias sirias, que normalmente son numerosas, de unos 8 miembros, esperan pacientemente su turno. Saben que el registro es vida para ellos, es su futuro. Este proceso que ACNUR realiza tanto en el campo de Zaatari como en los centros de registro de Amman y Irbid implica que cada familia va a recibir un papel que les da acceso a servicios de salud y a educación. Y esto es por lo que huyen, para salvar sus vidas pero sobre todo las de sus hijos.
Cada día, entre 2.000 y 3.000 personas llegan al campo o a “la ciudad”, como la llama su responsable, Kilian Kleinschmidt. En la actualidad alberga cerca de 100.000 refugiados (aunque sigue creciendo) y tiene hospitales, escuela, mercado, servicios… Es la cuarta mayor ciudad de Jordania. Subimos a una pequeña colina para ver su tamaño y es difícil divisar dónde acaban las tiendas y comienza el desierto.
“Tenemos enormes retos en el campo”, comenta Kilian. “Cientos de personas llegan cada día, lo cual se suma a los trabajos de acondicionamiento de nuevos espacios y también a nuestro trabajo con los refugiados que ya residen aquí”. Kilian me cuenta que al principio, los refugiados vivían en tiendas pero que ACNUR ha puesto en marcha un plan para, poco a poco, ir trasladándolos a casas prefabricadas.
Y las cifras del campo hablan por sí mismas. Cada día, el gasto en comida para los refugiados supera los 200.000 dólares, 3 millones de litros de agua son llevados en camiones cisterna para que puedan beber, lavarse y cocinar (el equivalente a un estadio olímpico)…
Pero esto no hace que me olvide de lo realmente importante, de cada refugiado y la historia que lleva dentro. Historias como la de Hassan*, que huyó junto a sus 7 hijos y su mujer embarazada tras un ataque químico en las afueras de Damasco, o como la de Fatima*, de 80 años, que difícilmente sobrevivió al largo y peligroso camino de huida y que entre lágrimas me dice que su marido tuvo que quedarse y que no sabe si está vivo, o la de Omar*, cuyo hijo de 5 años aún se está recuperando en el hospital de las heridas de un ataque de las tropas de Al Assad.
Y tampoco quiero olvidarme del enorme esfuerzo que tanto el equipo de ACNUR en Jordania como el resto de las ONG que trabajan aquí realizan cada día. Turnos de infinitas horas, 7 días a la semana, sin ninguna queja y siempre con la mejor predisposición para ayudar a todos los refugiados que están llegando, día y noche.
Y todos, trabajadores y refugiados, coinciden en pedirme una cosa: que no les olvidemos.
Foto: ACNUR
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