Ética a la carta
Es hora de establecer criterios válidos para todos los casos de dimisión de políticos investigados
Deslindar los casos en que los políticos bajo investigación judicial han de renunciar a su responsabilidad lleva a una casuística compleja, que tiene que ver con la presunción de inocencia e incluso con el fuero que a cada uno le corresponde. Lo razonable es aguardar a la imputación judicial, pero hay políticos que mantienen la poltrona más allá de esa fase. José Blanco, exministro y ex vicesecretario general del PSOE, ha escogido otra vía: está afectado por una causa ante el Supremo, en la que declaró voluntariamente, pero se mantiene en el escaño hasta que se le abra juicio, por entender que la posible concesión de suplicatorio para encausarle no justifica dejar de ser diputado. Y el secretario de Organización del PSC, Daniel Fernández, imputado por el Tribunal Superior de Justicia catalán, deja su cargo orgánico, pero sigue como diputado autonómico.
Los socialistas suelen mostrarse muy exigentes contra los sospechosos de otros partidos. El propio Blanco se distinguió en esa línea cuando estaba en posiciones de poder. Ahora la dirección del PSOE apoya a Blanco para que no renuncie, al menos de momento, pese a haber exigido la dimisión de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, que no está imputado ni se le investiga judicialmente. Es verdad que año y medio de indagaciones sobre José Blanco han diluido el supuesto cohecho por las que comenzaron, y que las actuaciones contra este diputado continúan por derroteros aparentemente de menor trascendencia. Pero no se pueden aceptar normas éticas a la carta: la sociedad necesita criterios reconocibles, saber que las varas de medir se aplican a todos por igual.
En los países anglosajones o en Alemania, la dimisión es de rigor ante sospechas de corrupción u otros delitos, incluso por faltas como copiar una tesis doctoral. En esas latitudes se exige una moralidad implacable en la vida pública, fundada en la credibilidad de la investigación policial o judicial, de modo que cuando se acusa a alguien, cabe presumir la solidez de la acusación. En España falta esa cultura.
La sociedad necesita confiar en sus instituciones y estar segura de que cuando un político dimite es porque debe hacerlo, no porque se manipulen los indicios o las pruebas contra él. Tampoco es aceptable que cada afectado tenga carta blanca para decidir si se queda o se va. Es preciso clarificar criterios válidos para todos los cargos implicados en conductas irregulares o delictivas.
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