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Columna
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A mucho me atreví yo

Es preciso estar dispuesto a entender que quien dialoga contigo tiene parte de razón

Juan Cruz

Una copla canaria dice eso: “A mucho me atreví yo...”; es la historia de un hombre que quiere comunicar con el otro, pero el otro no oye ni escucha porque no sabe hablar. La réplica del desdeñoso es del mismo cariz: el otro tampoco presta atención. Ni sabe hablar, dice “jablar con jota” cuando ya se sabe “que es con jache”.

Hablar (como jablar) requiere sabiduría y sosiego, respeto mutuo, esas antiguallas. Es preciso, también, estar dispuesto a entender que quien dialoga contigo tiene parte de razón, que no desprecia tus argumentos, que cree que, como él, tú también tienes algo de razón. Que sabes que jablarse puede decir con jota, pero es evidente que sabes que se escribe con jache.

En eso pensé cuando asistí, ante el televisor, a la lección de método Olendorf que se desarrolló en la sala Constitucional del Parlamento entre el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, y los distintos portavoces de los partidos políticos, incluido el suyo, que querían saber qué había pasado con el extesorero del Partido Popular Luis Bárcenas y sus cuentas en Suiza.

Como esas cuentas, de origen aún misterioso, habían estado sujetas en algún momento y en alguna cantidad a descuentos y otros afloramientos fiscales, los diputados (como la opinión pública en general) tenían interés por conocer detalles relacionados con este montón de dinero.

Así que fueron al Parlamento los representantes del público a querer conocer de lo que hablara el ministro todo lo que este supiera. Pues él es quien más sabe, ya que tiene la llave de los nombres de la caja, la oculta y la evidente. Pero es bien sabido que el ministro Montoro es más listo que las abejas y puede sembrar macguffins a lo largo de su discurso de tal manera que al cabo de su relato nadie sepa qué quiso decir realmente, si es que realmente quiso decir algo.

Tanto el presidente de la comisión parlamentaria, Gabriel Elorriaga, como los medios de comunicación insistieron en llamar debate a ese intercambio, y realmente nadie podría aplicar al encuentro (este jablar de los jablantes, empezando por el propio Montoro) la noble definición de los debates. Fue, más bien, una habladuría, o jabladuría, de la que todos salimos sintiendo que en algo habíamos ofendido (los que le preguntaban y los que queríamos saber desde nuestra casa) al ministro de Hacienda. No le gustaron las preguntas, lo hizo explícito, y algunas (que tenían mala leche, cierto) las despachó con una dosis aún mayor de mala uva. “¿Se entera, señoría?”. ¿Se entera o no se entera, señoría? En algún momento dijo que es verdad, que la gente no escucha porque no quiere cambiar, a partir del diálogo, su propia posición, pero sería interesante recordarle al servidor público que eso se arregla contando todo lo que se sabe incluso antes de que se lo pregunten.

Y no contó, o contó poco. Puso caras cuando le replicaban los que no son de su partido, y puso buena cara, una cara bien complaciente, de agrado, cuando se despachó a su favor la parlamentaria de su grupo. Al final no supe muy bien por qué se habían reunido, pues salí de la comparecencia como había entrado. Jablaron, es cierto, pero para no entenderse, de modo que ahora la confusión es mayor. A mucho nos atrevimos los que quisimos saber después de escucharlos hablar.

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