La Justicia como máquina recaudadora
Con las reformas actuales solo se pretende ahorrar y reducir la litigiosidad
Los problemas de nuestra justicia no son nuevos, son herencia de una situación que se remonta a su propia configuración como poder del Estado, por lo que no es extraño que, desde sus inicios, tuviera una escasa relevancia.
Con el advenimiento de la democracia, sin embargo, todos los Gobiernos, sin importar el partido que los sustentara, entendieron la existencia del problema de la justicia. Las manifestaciones del mismo eran claras: de un lado, la enorme duración de los procedimientos, el incremento incesante de causas pendientes y, como consecuencia de ello, un creciente desapego por parte de la ciudadanía que percibía, y percibe, el servicio público de justicia como una de las peores prestaciones del Estado. Las raíces de tal situación tampoco eran difíciles de aprehender, pues la justicia, que estaba ayuna de políticas públicas de definición de un modelo de eficacia, contaba con unos escasos aportes presupuestarios, una baja dotación de recursos humanos y medios materiales y las nuevas tecnologías brillaban por su ausencia. Todo ello adornado con vetustas leyes alejadas, en no pocos casos, de los problemas reales de los ciudadanos. Por eso, en muy buena medida, la justicia carecía de legitimidad, de eficiencia, en suma, de ese grado de confianza y credibilidad que el sistema debería tener para la ciudadanía y que no es sino la capacidad para producir respuestas efectivas.
Como el destinatario no es otro que el ciudadano, siguiendo el mandato constitucional, los poderes públicos tendrían que remover todos los obstáculos que impidieran su acceso efectivo a los tribunales.
Se está debilitando un vector estratégico de nuestro progreso como sociedad
A ese afán se pusieron los distintos Gobiernos de la democracia. Basta repasar los presupuestos de esos años para darse cuenta de que, aun siendo insuficientes, los de justicia se incrementaron más en nuestro país que en muchos de nuestro entorno. Eso permitió un crecimiento de la planta judicial nunca conocido, más oposiciones a las carreras judicial, fiscal y del secretariado, plantillas de funcionarios al servicio de la Administración de justicia y el empleo de las nuevas tecnologías, estas últimas, fundamentalmente, al socaire de la asunción de competencias en materia de justicia por las distintas comunidades autónomas, sin olvidar mayores aportes para la gratuidad de la justicia. Cierto que todo ello era insuficiente para digerir la siempre creciente litigiosidad, pero algo hay que decir: la litigiosidad es fruto tanto de un aparato insuficiente para dirimirla, como, también, de la creciente complejidad de las interrelaciones sociales y económicas que nuestro país iba alcanzando.
No se trataba de recuperar una Administración de justicia verdaderamente ágil y moderna, sino de hacerla porque sencillamente nunca existió. El último intento se desarrolló la pasada legislatura, en la que con los dos mejores presupuestos de la historia para justicia se aprobó, y en muy buena medida se ejecutó, el Plan Estratégico de Modernización de la Justicia, 2009- 2012. Este plan fue, ante todo, un compromiso con los profesionales de la justicia y, especialmente, con los ciudadanos. Ahí están las medidas normativas, organizativas y tecnológicas que se gestaron a su cobijo y que alumbraban un nuevo modelo de justicia. El paquete normativo se hizo con todo el arco parlamentario bajo el signo del consenso, consenso que alcanzó, naturalmente, a los profesionales del sector.
La situación actual dista mucho de la expuesta. En apenas un año importantes medias están convulsionando la justicia y hoy esa voluntad conjunta se ha roto y, si algún consenso existe, es el del rechazo a las políticas e iniciativas del Gobierno que ha tenido, eso sí, la virtud de transformar el problema en solución, en un ejercicio de prestidigitación sin igual.
La Ley de Tasas retraerá e impedirá a muchos ciudadanos acudir a los tribunales
La economía se ha instalado en la justicia, pero no a través de mecanismos inversores, como sería deseable y necesario, sino para convertirla en una máquina de recaudación. El objetivo es doble: recaudar y, de paso, hacer desaparecer el problema por medio de la disminución de la litigiosidad. El ciudadano, al que se aleja de los tribunales, pagará la cuenta.
La Ley de Tasas Judiciales, la reforma de la LOPJ con el nombre de “medidas de eficiencia presupuestaria en la Administración de justicia” o el anteproyecto de reforma de la Ley de Justicia Gratuita son claros ejemplos.
La Ley de Tasas retraerá e impedirá a muchos ciudadanos acudir a los tribunales y si bien es cierto que el Tribunal Constitucional ha avalado puntualmente la tasa para grandes empresas también marcó con claridad que ello iba referido a determinadas entidades mercantiles con un elevado volumen de facturación anual. Ahora la tasa se convierte en un elemento normativo que ayudará muy poco a la modernización del servicio público de la Administración de justicia y agudizará la diferencia entre aquellos que recurren al sistema con enormes capacidades económicas y los que no las tienen, que son los más. Y algo es incuestionable: por ese camino se provocará una mayor desigualdad social. Las vagas referencias a los mecanismos alternativos al proceso para resolver conflictos no parecen más que un brindis al sol.
La segunda de las reformas también tiene ese sesgo, el propio título de la ley así lo indica: Medidas de eficiencia presupuestaria. Se suprime, en muy buena medida, la llamada justicia interina con la pretendida intención de reforzar la justicia profesional, de forma que la actuación de jueces no titulares sea excepcional (cómo si ahora no lo fuera). Pero la realidad será otra. Aunque todo el mundo compartirá tal deseo, lo cierto es que con la supresión de jueces y fiscales interinos no se conseguirá que ese 20% de resoluciones actuales que a ellos les corresponde sean dictadas por titulares, pues, según los datos del CGPJ, reciben ya un número cercano a los 1.900 asuntos al año y no pueden ser gravados con más carga de trabajo sin demérito de la calidad del servicio. En realidad, los efectos de esta reforma se traducirán, en muy corto espacio de tiempo, en una mayor dilación en la tramitación y resolución de los asuntos. Esa situación solo podrá superarse racionalizando la planta judicial y convocando plazas para adecuar la necesidad y la realidad.
El anteproyecto de reforma de la Ley de Justicia Gratuita, por último, no tiene mejores perspectivas.
Con estas medidas se debilita una concepción constitucional de la justicia, que pasaba por ser uno de los vectores estratégicos de nuestro progreso como sociedad, una pieza basilar del funcionamiento del Estado y de la protección de los derechos y libertades y un instrumento esencial para contribuir al crecimiento económico, garantizando la seguridad del tráfico jurídico.
Juan Carlos Campo Moreno es magistrado, doctor en Derecho y exsecretario de Estado de Justicia.
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