Allen, el viejo artesano
El documental de Robert Weide sirve para quererle. O para que nos reconciliemos con él aquellos que andábamos un poco mosqueados con esa gira turística de los últimos años
Qué rara es la gente cuando no esperamos verla. Cuando la encontramos fuera de su entorno o despojada del uniforme al que la tenemos asociada. De esa forma me crucé con uno de los personajes más icónicos de la cultura del siglo XX. Unas gafas de concha, un gorrito de tela, una cara alargada. La cara de Woody Allen, tan representada y presente en el merchandising de la cultura americana que se puede reproducir con trazos contados. Pero fue verle de pronto, una tarde de domingo de invierno en Madison Avenue, del brazo de una mujer que no aparentaba haber sido la protagonista de un amor oscuro, y tardar en reconocer a una de las personas más familiares de nuestro universo cultural. Sentí un ligero codazo de mi marido y entonces todo cuadró: la mujer asiática, las gafas, el gorro y la cara. Los rasgos comunes de los judíos neoyorquinos y la ropa de batalla que puede servir para un rodaje o para darse un paseo por una calle que no es la que le correspondería si tenemos en cuenta la imagen que su cine proyecta: la de un chico de clase obrera de Brooklyn, que en sus últimos años de instituto ya ganaba más dinero que sus padres escribiendo chistes con seudónimo, autodidacta, que cumplió su sueño viviendo en Manhattan, y que hizo dinero contando historias urbanas de progres neoyorquinos, neuróticos como él, pesimistas y sentimentales como él, cultos como él, contradictorios como él. Woody Allen debería haber sido un habitante de otro barrio, del Upper West Side, el barrio de los profesores, músicos, guionistas, periodistas y otros profesionales liberales judíos, como Jerry Seinfeld, pero se dejó tentar por la zona en la que vive la burguesía más conservadora porque, al contrario que en el cine, donde a cada personaje se le coloca en el barrio que cuadra con su carácter, en la vida real las personas vivimos donde nos da la gana.
Y vive a dos pasos de donde nos lo cruzamos aquella tarde de frío. Es en ese domicilio al que podemos entrar en estos días navideños gracias al documental que se acaba de estrenar en España sobre su figura. Los críticos han dicho lo suyo sobre este recorrido por su vida y obra. Han dicho, tanto los de aquí como los de allá, que de las tres horas que dura la película merece la pena, sobre todo, la primera parte, por ser la que se refiere a los orígenes del cómico y, por tanto, al territorio más desconocido para los espectadores. Yo diría que es en esa primera media hora donde se condensa la esencia del personaje: la laboriosidad de la familia judía, el chaval ajeno a la disciplina escolar, el fabricante infantil de sueños en el cine de barrio y una comicidad heredada de los judíos que desembarcaron en los teatros yídish y han sido los padres inspiradores de Los Hermanos Marx, de nuestro Woody Allen, de Larry David o de ese Seinfeld por el que muchos sentimos devoción. Woody Allen trabaja desde niño. Es como si ese colegio que visitamos en el documental hubiera sido tan solo un fastidioso trámite que debía cubrir para contentar a su madre. Una madre que también aparece pontificando, hablando por ella y por el hijo, que se muestra más bien tímido, respondiendo al estereotipo de la madre posesiva que está presente en el cine del director a la manera de un personaje clásico del humor judío.
El documental merece la pena, sobre todo la primera parte por ser la que se refiere a los orígenes del cómico
Esta película sirve para quererle. O para que nos reconciliemos con él aquellos que andábamos un poco mosqueados con esa gira turística de los últimos años en la que su cine pierde el alma y la luz de su verdadero universo. La paradoja es que cuanto más locales han sido sus películas más universales eran las emociones que transmitían, y cuanto más cosmopolita ha pretendido ser más vulgar ha resultado su visión del mundo. Pero recordar su tozudez creativa, asistir a sus primeros pasos como cómico en el sentido más tradicional del término y la manera en que se fue inventando un universo peculiar, encantador, arropado con músicas de la radio de su infancia he interpretado por actores que dirigidos por él parecían personas que uno podía encontrar en una esquina de Nueva York, ver todo eso condensado en tres horas te devuelve la sensación de agradecimiento por haber ampliado los límites de nuestra cultura. Nos repite una vez más que considerarle un intelectual es el mayor malentendido que circula sobre él. Lo comparto. ¿Qué falta le hace a un creador ser intelectual? Bastantes desvelos tiene con inventar historias. Si acaso podría pedírsele un poco más de reflexión entre una y otra, para que no obedecieran al impulso de rodar porque sí una película al año. Pero qué se le va a pedir al viejo que lleva trabajando a escondidas desde que iba al colegio. Es probable que sea su manera de desafiar el paso del tiempo. Y, para colmo, los productores europeos están dispuestos a regalarle cada año un nuevo juguete con el que desfogarse.
Enternece su manera artesanal de entender el oficio. La pequeña máquina, los papelillos con ideas que guarda en un cajón de la mesa de noche. De pronto, sientes que mientras ese anciano se mantenga laborioso la absurda tarea de contar sigue teniendo sentido. Y puede que en una de estas nos haga caso y regrese a Brooklyn, el barrio donde empezó todo y que sabe retratar mejor que esa Europa en la que solo habita en hoteles de cinco estrellas.
Cuanto más locales han sido sus películas más universales eran las emociones que transmitían
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