Deudas y ética
En la vida hay dos tipos de deudas: las éticas y las financieras. Pertenecen a la primera clase las asociadas a vínculos afectivos, cuya garantía de devolución es la convicción moral de su existencia. El ejemplo más significativo es la deuda que adquirimos con nuestros hijos por el mero hecho de traerlos al mundo, que nos empuja a cubrir sus necesidades e intentar darles el mejor futuro posible. Las segundas son las asociadas a contratos legales de préstamo con entidades financieras como, por ejemplo, las hipotecas.
Las dificultades económicas nos impiden afrontar ambos tipos de deudas, pero las consecuencias de los incumplimientos son muy diferentes: los acreedores éticos —hijos, padres, amigos, etc.— nos ofrecen a cambio de nuestro incumplimiento, solidaridad; los acreedores financieros, tras la frialdad del análisis de riesgos, una intransigencia implacable. Por ello, cuando la necesidad es apremiante, optamos por seguir afrontando las deudas éticas —dentro de nuestras posibilidades— y por dejar de pagar las deudas económicas.
Los gobiernos contraen deudas éticas con los ciudadanos y financieras con los mercados. No afrontar las primeras implica la degradación de la atención sanitaria y la educación, el deterioro de las infraestructuras, el avance del paro y el empeoramiento de las expectativas económicas.
Dejar de pagar la deuda financiera supone una ligera reducción de los beneficios de un cierto número de inversores internacionales —algunos los llaman especuladores— y, probablemente, la pérdida de una parte de los ahorros de algunos pequeños inversores.
¿Cuál es la decisión acertada?— José Carlos Martínez García.
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