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LA COLUMNA
Columna
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Entusiasmados por el poder

No faltan intelectuales que recurran al viejo ardid de todos los populismos: señalar al Otro como responsable de todos los males

Que las cosas han cambiado mucho en Cataluña desde los años en que intelectuales catalanes y castellanos organizaban coloquios sobre la forma de Estado que habría de construirse cuando el “después de Franco ¿qué?” se transformara de pregunta en acción, es algo que no admite duda tras la acogida dispensada al presidente de la Generalitat al regreso de su visita a La Moncloa. Los rostros de intelectuales en semicírculo en torno al líder, a la distancia exacta para transmitirle la emoción del momento, su pleno asentimiento, su entrega, y a la vez su apoyo, su disponibilidad para lo que de ellos se precisara, indica bien que del intelectual crítico del poder hemos vuelto al intelectual entusiasmado por el poder.

Una vuelta porque, después de la derrota de los fascismos y del derrumbe de los comunismos, los intelectuales que habían alimentado de entusiasmo las religiones políticas en los años treinta se convirtieron en seres más bien escépticos y descreídos en los noventa. La traición de los clercs, de la que habló Julian Benda en su denuncia de los intelectuales entregados a las pasiones nacionalistas, se mudó en el desencanto de los clercs, marginados del poder. Escépticos, irónicos, meros observadores, tábanos modernos como los definió Teodorov, parecía que los intelectuales habían hecho mutis a fin de siglo.

Pero aquí están de nuevo, con el entusiasmo a flor de piel, experimentando otra vez, y a edad más que madura, con la piel curtida de derrotas y retiradas, la embriagadora sensación de comienzo, otra vez el resurgimiento, la partida, el Aufbruch, los lendemains qui chantent, otra vez a punto de atravesar el umbral de un nuevo mundo, como si toda la historia estuviera aún por escribir, como si todo el sentido de los siglos pasados se concentrara en este promontorio desde el que se divisa una nueva Jerusalén. Como si, en efecto, estuviéramos en vísperas de la revolución soñada de jóvenes, mil veces pospuesta —no se daban las condiciones objetivas—, luego abandonada y hoy resurgida de sus cenizas.

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Resurgida, sí, pero con otro nombre. Jamás las generaciones de intelectuales que arropan ahora al presidente de la Generalitat o aplauden sus iniciativas pensaron que su revolución tuviera algún día el nombre de nación. Hoy lo ha recuperado: la revolución se llama nación. Para ser creíble no hay más que sentirla. Sentir la explotación a la que ha sido sometida por ese Otro que es España, expoliadora de la nación catalana. El pueblo ha salido a la calle y no faltan intelectuales que recurran al viejo ardid de todos los populismos: señalar al Otro como responsable de todos los males que nos afligen, de todo lo que nos va mal, inventando, como acaba de recordar Michael Ignatieff, burdas ficciones históricas y absurdas caricaturas del enemigo, directamente relacionadas con la conciencia de que realmente todo es mentira.

La velocidad con la que se ha extendido esta nueva mentira de la nación expoliada en un tiempo de larga y profunda crisis económica, de rampante desafección hacia la política y los políticos, de grave reducción del Estado de bienestar, con un imparable crecimiento del paro, con la amenaza de los ERE y sus miserables despidos, es buena prueba de que la bandera nacional mantiene toda su capacidad de entusiasmo. Tanto más cuanto quienes la levantan no son descamisados que no tienen nada que perder excepto la vida, sino dirigentes políticos que se sientan en instituciones del Estado, que ostentan y administran poder, y que comparten la responsabilidad de esos males para los que buscan un chivo expiatorio en la figura del Otro, con quien también comparten el poder.

Porque una cosa es clara: esta especie de revolución no se dirige contra el poder, sino desde el poder. Su propósito no es subvertir el poder, sino ocuparlo en su totalidad. Cuando el presidente de la Generalitat habla de crear Estado lo hace desde la presidencia de un fragmento de ese Estado, necesariamente compuesto, porque diversas son las naciones, identidades o sentimiento de pertenencia de sus ciudadanos; una presidencia que no le otorga todo el poder sobre su territorio, pero sí el suficiente como para aspirar a conquistarlo todo levantando la bandera de una nación, una identidad, una sola pertenencia.

Y es en este punto donde el entusiasmo de los intelectuales resultará decisivo, porque solo ellos podrán dar credibilidad a la gran mentira del nacionalismo: que la nación una, la identidad una y la pertenencia única son los fundamentos de la libertad.

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