La Batalla de los Niños
A Beto Riart, ex ministro de educación de Paraguay...
Fue la guerra más sangrienta de América. La más cruel y sin sentido. Fue quizás, la madre de todas las guerras. Y lo fue, porque fue una guerra entre hermanos. La llamaron la Guerra de la Triple Alianza, donde Argentina, Brasil y Uruguay se unieron para trabar batalla contra un país que, en el corazón del Sur americano, comenzaba a trazar en el horizonte su efímero destino de progreso y autonomía, de desarrollo y libertad. La han llamado también “Guerra del Paraguay”, aunque debería habérsela llamado “Guerra contra el Paraguay”. Duró cinco interminables años, entre 1865 y 1870. Como en todas las guerras, hubo mártires y héroes. También cobardes. Ganaron los que casi siempre ganan con las guerras, los poderosos, los imperios, los que no tienen razón, aunque sí fuerza, mucha fuerza, la suficiente como para arrasar un país entero y, junto con él, sus esperanzas de justicia e igualdad. Ganaron, los que siempre ganan cuando los pueblos pierden las guerras.
Fue la guerra más repugnante de América, la más dolorosa y vengativa. Los derrotados fueron aplastados, humanamente destrozados, deshechos junto con su país. Pretendieron que sus consecuencias fueran para siempre. Casi lo lograron. El Paraguay contaba antes del conflicto con 500 mil habitantes, cinco años más tarde su población no pasaba de 116 mil, de los cuales, más de 100 mil eran mujeres, niños y niñas. 90% de los hombres adultos paraguayos murieron en la guerra o a causa de ella.
Una mueca triste del destino que pone en evidencia que Argentina, Brasil y Uruguay enfrentan hoy grandes dificultades en sus procesos de integración regional, aunque han conseguido unirse con bastante eficiencia para hacer el mal a sus propios ciudadanos o a los ciudadanos de otras naciones. Así fue desde la Guerra de la Triple Alianza hasta la Operación Cóndor, un siglo más tarde, cuando los tres países encontraron el sentido de su entrañable hermandad, haciendo desaparecer a jóvenes luchadores y militantes o, simplemente, a todo aquel que los servicios de inteligencia militares consideraran sospechoso de soñar con un mundo mejor. Argentina, Brasil y Uruguay se han visto unidos muchas más veces por el horror y el espanto, que por la solidaridad y los principios del bien común.
Paraguay era, hacia la segunda mitad del siglo XIX, un país próspero, con el primer ferrocarril sudamericano, el primer telégrafo, un astillero, diversas fábricas y una poderosa fundición de hierro que, asociada a la propiedad pública de la tierra, creaban las condiciones de un desarrollo autónomo e independiente. Paraguay edificaba también, por aquel entonces, las bases de un sistema público de educación que preanunciaba ser pionero en la democratización del acceso a la escuela. Por estas razones, y por su reactivo rechazo a los falsos principios del libre comercio, la principal potencia imperial de la época, Inglaterra, se propuso destruir el Paraguay. Para hacerlo, contó con el apoyo de tres países que pocos méritos podían mostrar en su apego a la libertad y al progreso humano: un imperio degradado y esclavista como Brasil; una nación fragmentada y en pleno proceso de consolidación de una oligarquía indolente y autoritaria, como Argentina; y un país tutelado y bajo un gobierno de facto, como lo era Uruguay. Destruir el Paraguay fue el pacto de sangre que sellaron esos tres paisitos, bajo la mirada cómplice de quienes festejaban el inicio de una era de grandes negocios. Además de los millares de muertos, la guerra dejó a los cuatro países enormemente endeudados y a la banca inglesa feliz por la excelente apuesta realizada.
El detonante del conflicto fue el mismo de siempre: Paraguay estaba gobernado por un dictador, Francisco Solano López, enemigo de la libertad y del progreso. Había que liberar a ese pueblo apático y perezoso de las garras del tirano.
Y comenzó la batalla.
Todo lo que vino después fue, para los cuatro países, desastroso. Las guerras producen marcas, abren heridas, graban señales indelebles en la memoria histórica de las sociedades. Son parte constitutiva, vestigio carnal, componente visceral de un orgullo que se sustenta en la banalización del patriotismo y en la presunción de que la muerte redime, la sangre hermana, el dolor enaltece el destino de una nación. Las guerras inventan un futuro que será contado o silenciado por los victoriosos, por esos pocos que ganan siempre con las guerras, mientras el resto, las grandes mayorías de un lado o del otro, sufren sus consecuencias.
La Guerra del Paraguay es la madre de todas nuestras guerras porque, entre otras tragedias, allí se produjo la marca, la herida, la cruz que estampará el futuro de la infancia latinoamericana. Se trata de algo más que una metáfora. De hecho, ya lo sabemos, en la guerra, no hay metáforas.
Permítanme que les cuente.
El 16 de agosto de 1869, el ejército de Solano López estaba casi totalmente destruido. Sus tropas se encontraban dispersas, diezmadas, desorientadas. Algo más de 20.000 soldados aliados, bajo el comando de Gastão de Orleans, Conde d’Eu, noble francés casado con una de las hijas del Emperador Pedro II, la Princesa Isabel, y por el coronel argentino Luis María Campos, arrinconaron un batallón del ejército paraguayo en las inmediaciones de Barreto Grande. El grupo, con cerca de 500 soldados, estaba bajo las órdenes del general Bernardino Caballero. La batalla sería inminente. Para enfrentar al ejército enemigo, Caballero alistó a más de 3.500 niños entre 8 y 12 años, además de algunas mujeres. El enfrentamiento se llevaría cabo en una extensa planicie llamada Campo Grande, propicia para el ataque de las fuerzas argentinas y brasileñas, quienes contaban con cañones, numerosas municiones y una poderosa caballería. Los niños paraguayos allí los estaban esperando, con su inocencia a cuestas, con algunas pocas armas destartaladas y muchas bayonetas temblorosas.
La batalla fue una de las infamias más brutales que ha vivido nuestro continente. Una infamia que nos acompaña todos los días, silenciosa, tatuándonos de vergüenza y de dolor como un estigma, como la mácula indestructible de nuestra cobardía. Ningún niño sobrevivió, ningún soldado. Tampoco las madres que fueron a recoger sus cuerpos. El Conde d’Eu, un noble francés, mediocre, cobarde y decadente, mandó a quemar el campo de batalla para que no quedaran vestigios, para que el pueblo paraguayo aprendiera la lección y se impregnara del humo pestilente de la derrota, de la vergüenza, de la ignominia.
Antes de la batalla, como en un ritual satánico o, quién sabe, celestial, los niños se pintaban barbas trémulas en sus rostros. No querían que los aliados sintieran el placer de estar matando un niño paraguayo. Querían llenarse de valor, querían, quizás, llenarse de orgullo. A la historiografía heroica del Paraguay le gusta afirmar que lo lograron. Yo, me temo que no. Yo creo que temblaban de miedo, que la angustia los derretía por dentro, que sentían una soledad inmensa, la soledad que se siente ante la inminencia de la muerte, ante la evidencia de la brutalidad, ante la prepotencia del desprecio. No creo que por eso pierdan, si es que de algo sirve, sus pasaportes de héroes. El valor en una guerra suele ser propiedad de los vencedores, parte del botín, música que engalana la fiesta de la victoria. La historia, como dice un proverbio africano, la escriben los cazadores, no los leones. Y a ellos les fascina pintarse de valor el rostro.
Esos niños paraguayos, en cambio, se pintaron barbas de desazón y de dolor.
El coraje necesario para matar otro ser humano es un sentimiento despreciable, que humilla la inquebrantable dignidad de la vida. El coraje necesario para matar un niño es, simplemente, incomprensible, inimaginable por su brutalidad y su barbarie. La vida de tantos y tantos niños y niñas cargan sobre sus espaldas los ejércitos latinoamericanos, la vida de tantos y tantos sueños perdidos en esos nauseabundos campos de batalla donde la infancia es desperdiciada y despedazada.
Se la llamó la Batalla de los Niños. Ocurrió en la madre de todas las guerras de América, hace ya casi 150 años.
Y sigue ocurriendo todos los días.
Desde Buenos Aires
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