Una historia de amor
Conocí a Christian Baudelot el viernes 5 de abril de 1984. Yo tenía sólo 20 años y estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tres días antes, Cecilia Braslavsky, profesora de la Cátedra de Historia General de la Educación y, durante los diez años siguientes, mi maestra y consejera, había puesto contra las cuerdas mi petulancia juvenil: “si querés ser un buen marxista deberás esforzarte mucho, leer y estudiar a los seguidores de Marx y, especialmente, a sus críticos”. Decidido a empezar por los primeros, la noche húmeda de ese viernes de abril, fui a visitar a mi amigo Ezequiel, que trabajaba en la célebre Librería Hernández, en la Avenida Corrientes.
Cecilia había sido cariñosa y dura, como siempre lo sería conmigo, amable y exigente, amorosa, distante, maternal, hermética. Yo había ingresado en la universidad cuando la dictadura militar se retorcía en el poder, después de la derrota de Malvinas. Una de las pocas cosas que tenía claro era que quería ser marxista, aunque no tenía la menor idea por dónde empezar. Cecilia había estudiado en la Universidad Karl Marx de Leipzig y había comenzado a dar clases en Filosofía y Letras, algunos meses antes, con el inicio del gobierno de Raúl Alfonsín. Tenía 33 años, hablaba alemán. ¿Quién más que ella podría ayudarme? Cuando me animé a decirle que yo también quería ser marxista, dejó de lado cualquier balsámica condescendencia y me mandó a estudiar. Al notar mi desazón, agregó: “si querés, empezá por Bowles y Gintis, dos norteamericanos, muy buenos”. “¿Son marxistas?”, pregunté. “Leelos”, respondió.
Y ahí fui yo, a que la Avenida Corrientes me ayudara a curar esa incontrolable ansiedad materialista histórica.
Av. Corrientes, Buenos Aires.
Con Ezequiel, la cosa no fue fácil. La Librería Hernández parecía usar el mismo criterio de clasificación del Emporio Celestial de Conocimientos Benévolos, enciclopedia china cuyo descubrimiento Jorge Luis Borges atribuye a Franz Khunz. (Los animales se clasifican por: pertenecientes al emperador, embalsamados, amaestrados, lechones, sirenas, fabulosos, perros sueltos, incluidos en esta clasificación, que se agitan como locos, innumerables dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, etcétera, que acaban de romper un jarrón, que de lejos parecen moscas). Así las cosas, si quería encontrar el libro de Samuel Bowles y Hebert Gintis, debía buscarlo por el tema, por la primera letra del nombre de cada uno de ellos, por cada una de las letras del título, y por los de la editorial. En este, caso, como el libro había sido publicado por Siglo XXI, había que buscarlo en la “S” y también en la “X”. Creo que a la Librería Hernández le debemos el invento de la informática.
En cualquiera de las opciones buscadas, el libro no aparecía. Ezequiel, tratando de consolarme, aventuró la hipótesis de que el volumen nunca hubiera sido escrito, lo que me pareció un disparate. Frustrado, cuando estaba dispuesto a que la Avenida Corrientes abrazara mi abandono de tanguero premarxista, en la sección de Literatura Francesa, encontré el volumen La escuela capitalista, de Christian Baudelot y Roger Establet. Me llevo este, pensé. Debe ser marxista.
25 años más tarde, el 15 de mayo de 2009, Christian Baudelot me conoció a mi. Ocasión en que yo también tuve la oportunidad de verlo por primera vez. Nos encontramos en Buenos Aires, durante una reunión organizada por Graciela Frigerio, una de las más brillantes intelectuales argentinas. Ella me había invitado a presentar el libro, Los efectos de la educación, una obra imprescindible sobre la relación entre la economía, la sociedad y las políticas educativas, publicado por Christian y otros colegas franceses.
Baudelot ha sido uno de los autores que más ha contribuido a pensar los procesos de escolaridad y la producción y reproducción de las desigualdades en Francia. Sus obras, casi siempre colectivas y basadas en una abundante y rigurosa documentación empírica, han inspirado productivos debates académicos en Europa y América Latina. La universalidad de sus estudios, analizando la especificidad de la realidad francesa, es uno de los signos de la buena sociología producida por este iconoclasta marxista, heredero de Durkheim y siempre preocupado por comprender e interpretar los grandes problemas de las sociedades contemporáneas: el funcionamiento de los sistemas educativos, la discriminación sexual y de género, el suicidio, las relaciones laborales, el elitismo republicano.
25 años después de haber leído a Christian Baudelot, tenía la fortuna de conocerlo personalmente. A esa altura, yo no era tan marxista como a comienzos de los 80. Cecilia Braslavsky había muerto trágicamente y, como una deuda inexcusable, había seguido la recomendación de mi maestra: había leído muchos marxistas y también a muchos de sus críticos. Mi prudencia materialista se debía, sin embargo, a la constatación de lo mal que algunos intelectuales le han hecho al marxismo y, al mismo tiempo, de lo mal que el marxismo le ha hecho a algunos intelectuales. Un cuarto de siglo más tarde, me había vuelto un poco más reflexivo, quizás, más desconfiado.
Lo cierto es que Christian Baudelot es, sin dogmatismos de ninguna especie, un intelectual que recupera lo mejor de la herencia marxista: el método. Se trata de ir a la raíz de los grandes problemas que nos interpelan como sujetos. De partir de lo obvio y cuestionarlo. De dudar, dudar de todo lo que existe, darle vueltas y más vueltas a las verdades y certezas que nos explican lo evidente. Interrogar lo incuestionable, lo que ya sabemos y lo que todos saben. Mirar con desconfianza aquello que se gana el prestigio de lo indiscutible. Baudelot, se sumerge en los hechos, no se deja engañar, traicionar por las apariencias. Sabe que la observación siempre es precedida por el análisis, por la teoría y que la dialéctica es la materia que nutre el pensamiento crítico.
La escuela capitalista, de Christian Baudelot y Roger Establet, fue el primer libro que leí de sociología de la educación. 25 años después, allí estaba yo, analizando una nueva obra de uno de los autores que más me acompañó durante mi larga e inconclusa formación intelectual. Ahí estaba yo, esta vez, frente a él.
Después del debate, nos fuimos con Christian a contarnos cosas de la vida, a hablar del pasado, a criticar a los poderosos, estén donde estén, a imaginar proyectos conjuntos. Y, claro, nos hicimos amigos, entrañablemente amigos.
Durante 25 años pensé que Christian Baudelot era sólo un excelente intelectual. No sabía, sin embargo, que sus mayores cualidades no las cultiva en el mundo de las ideas.
Un día, su compañera de siempre, Olga, descubrió que era portadora de una enfermedad renal degenerativa. Sus chances de sobrevivir eran muy pequeñas y su calidad de vida se deterioraría progresivamente. Christian se ofreció como donante vivo y, al descubrir su compatibilidad, no lo dudó un instante y ofreció uno de sus riñones a Olga, su compañera amada.
Caminando por Buenos Aires, le pregunté si la decisión había sido difícil. Me respondió con una sonrisa enorme. Me dijo que para él fue muy fácil, que nada le había costado y que, por el contrario, le estaba muy agradecido a Olga por permitirle esa prueba de amor. Me dijo que él amor es un don y que entregarse al otro es una forma de perpetuarlo, volverlo inquebrantable, eterno. Donar es siempre un acto generosidad con nosotros mismos. El amor es un don y la donación es un acto de amor. El amor es un don y entregarnos a los otros por amor nos redime como seres humanos. Por eso, él le estaba eternamente agradecido a Olga, por permitirle ser una persona mejor.
Durante 25 años pensé que Christian Baudelot era sólo un excelente intelectual. Y claro que lo es, aunque no me había dado cuenta por qué. Ahora entiendo que lo que estaba aprendiendo esos húmedos días de abril es que para ser un buen intelectual es fundamental primero ser una buena persona.
Será porque nos faltan buenos intelectuales, o será porque nos faltan buenas historias de amor. Lo cierto es que hoy necesitamos, además de buenas ideas, buenos ejemplos. Christian y Olga Baudelot nos iluminan, nos protegen, nos acarician con su generosidad. Nos conmueven, haciendo de la vida un don.
Desde Río de Janeiro
Christian y Olga Baudelot presentan y anailizan su experiencia como donantes y receptores en el libro Une pronenade de santé: L'historie de notre greffe (Stock, Paris, 2008)
Entrevista con Christian Baudelot en la televisión francesa
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