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Tribuna
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Morirse es un lujo

El BOE eleva las ceremonias fúnebres a la categoría de bien de fasto y esplendor

José Antonio Martín Pallín

Es notorio que en España el precio de los servicios funerarios es caro. Las empresas que explotan el negocio de la muerte obtienen pingües beneficios. Las sociedades mercantiles que disfrutan de la mayor parte de las concesiones de estas prestaciones siempre han sido punteras en las cotizaciones bursátiles. Muchos de sus futuros clientes no dudan en invertir sus dineros en tan prósperas actividades.

Es de justicia reconocer que sus prácticas comerciales y sus modernas instalaciones han contribuido a desmontar nuestro ancestral rito mortuorio. El ceremonial antiguo se desarrollaba en medio de una asociación promiscua entre la condolencia y lo festivo. No se podía desmerecer al muerto con un acto austero y sin concesiones a los placeres de la gula.

Las costumbres han variado y el acto social del último viaje suele estar rodeado de sobria dignidad. El diseño de los tanatorios contribuye a conseguir este efecto. Hasta el momento no existen o se observan iniciativas encaminadas a rescatar las viejas costumbres. El mercado espera una señal, solo hace falta que algún famosillo dé el primer paso para recuperar los antiguos banquetes en forma de catering o bufé para el solaz y refrigerio de los condolientes. Las revistas del corazón pueden contribuir a extender estas costumbres con el seguro agradecimiento de la hostelería.

Sin duda todas estas perspectivas habrán sido evaluadas y cuantificadas por los expertos que han orientado al Gobierno en su decisión de subir trece puntos el IVA correspondiente a las ceremonias fúnebres. La reforma tiene mucho más calado que el que pudiera derivarse de un desmedido afán recaudatorio. Lo han situado en el 21%, reservado para los artículos de lujo.

Un mínimo rigor metodológico nos obliga a preguntarnos por la correlación entre el tipo del impuesto y los bienes o transacciones sobre las que se aplica. Es fácilmente entendible que los bienes de primera necesidad deben gozar de un tipo mínimo y los de fasto y esplendor llegar al tipo máximo. La lógica de esta escala de valores me parece irrebatible.

Ante la caja registradora de las funerarias todos somos iguales,  banqueros,  trabajadores, parados y ministros

El Boletín Oficial del Estado ha consagrado la exaltación de la muerte a la categoría de bien de lujo y esplendor. Me temo que a pesar del valor de los textos oficiales, su adecuación al rigor conceptual no sea del todo ajustada al significado gramatical de los términos. Lujo equivale a demasía, exceso, derroche o despilfarro. Morirse nunca será un lujo sino una fatalidad de la vida.

Resignados ante lo inevitable no por ello debemos abandonar la búsqueda de la justicia tributaria. Un impuesto debe ser proporcional e igualitario. Es evidente que esta tasa no cumple los mínimos.

Ante la caja registradora de las empresas funerarias todos somos iguales, los banqueros, los funcionarios, los trabajadores, los parados y hasta los parlamentarios y ministros. Se cumple así con las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Al llegar el río de la vida a la ribera del mar iguala, en un mismo sujeto tributario, a los que viven por sus manos y a los ricos. No me parece justo.

Sigamos con las cuestiones de fondo. Si el IVA es un impuesto sobre el valor añadido deberíamos inmediatamente preguntarnos: ¿es la muerte un valor añadido? Profunda y enigmática cuestión que solo pueden despejarnos los economistas o los teólogos. Más dudas e interrogantes. El impuesto sobre el lujo recarga al que decide adquirir un bien suntuario para satisfacer su vanidad o buscarse un placer. La muerte es un acontecimiento que, en la inmensa mayoría de los casos, no cuenta con la anuencia del sujeto pasivo tributario. El hecho que genera el tributo es de efectos automáticos e ineludibles. Sin embargo, me malicio que los mecanismos para cobrar el impuesto de sociedades a las lucrativas empresas funerarias no deben ser tan eficientes.

Sin embargo, es cierto que el impuesto puede proporcionar en vida ciertas satisfacciones. Si usted es funcionario o pensionista tiene la seguridad y la confianza de que, a partir del trance, no sufrirá más amputaciones económicas ni disminución de derechos.

Si ha conseguido sobrevivir a los recortes en la sanidad pública le queda la satisfacción de contribuir a su mantenimiento y a la conservación de los puestos de trabajo. Piense también en la escuela pública y en la cantidad de profesores y alumnos que se beneficiarán con su muerte.

Cuando llegue el día de la partida estaremos aportando nuestro último tributo a las arcas públicas contribuyendo así al logro del sagrado equilibrio presupuestario y a la disminución del déficit público. Los mercados y Bruselas se lo agradecerán.

En fin, si no fuera porque la adrenalina está por las nubes sería para morirse de risa. No se desanime, inténtelo y contribuya a sanear las cuentas del Estado.

José Antonio Martín Pallín, abogado, es magistrado emérito del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).

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