Preocupa la evolución de la tarta de boda
Soy fan absoluto de Iniesta como jugador, como persona y como gusiluz, pero su tarta nupcial me parece una muestra más de la decadencia pastelera e intelectual de Occidente
Hoy voy a tratar un tema de lo más sobado: la boda de Andrés Iniesta. Ya se ha dicho todo sobre ella. Los medios hemos sometido al habitual sobreanálisis a los invitados, los modelos, el marco incomparable, Piqué sin Shakira, Iker con Sara… Ahora bien, hay un detalle sobre el que invito a la reflexión: la tarta.
Para los que no vieron la fotografía colgada por el propio Iniesta en Twitter, describiré el pastel como un búnker formado por cuatro bloques redondos finamente ornamentados, de cuya parte superior manaba un proceloso río de rosas blancas y rosas moldeadas en riguroso fondant. Para muchos, una monada; para mí, una muestra más de la decadencia pastelera e intelectual de Occidente.
Hasta me pareció tierno el detalle de que la novia entrara en la ceremonia con una canción capaz de transformarme en asesino en potencia, la de El guardaespaldas de Whitney Houston. Pero alzo la voz ante la tarta
Antes de seguir despotricando, aclaro que soy fan absoluto de Iniesta como jugador, como persona y como gusiluz, y que me encantó que se casara por lo civil habiendo tanta gente que se presta al pesadísimo paripé de la Iglesia por pura convención social. Incluso me pareció tierno el detalle de que la novia entrara en la ceremonia con una canción capaz de transformarme en asesino en potencia, la de El guardaespaldas de Whitney Houston.
También declaro mi admiración por los autores materiales del tartón, la pastelería Farga de Barcelona, cuyo difunto fundador era amigo personal del futbolista. Mato por su chocolate, sus brioches, sus canapés a precio de uranio y, sobre todo, por el ambiente como de señora mayor burguesa de su cafetería, que me retrotrae a la infancia de forma sumamente placentera.
Sin embargo, alzo la voz ante la tarta. No voy a reivindicar los espantosos pasteles del pasado, con su bizcochazo recubierto de toneladas de nata y las figuras de los novios coronando (aunque, como se dijo en las redes sociales, usar a Messi como muñequito habría sido un punto). Pero esta transición repentina a la repostería anglosajona más repollo, que toda España parece aplaudir con entusiasmo, me tiene encendido. Como estatuas para poner en el salón serán preciosas, ¿pero cuál es el atractivo gastronómico de semejantes bloques de masa hiperglucémica? A mí la perspectiva de chutarme 200 gramos de azúcar en una ración de tarta no me resulta muy atractiva, la verdad. Con enorme sensatez, Iniesta y Farga dejaron la cascada de rosas como mero motivo decorativo-promocional y sirvieron otra cosa de postre. La “sinfonía nupcial de milhojas de nata con delicia crujiente de praliné de chocolate” ponía toda la cursilería en el nombre, que al menos no se come.
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