Europa: ¿economía o cultura?
Uno de sus mimbres diferenciales ha sido la invención de una cierta idea del arte desde el Renacimiento
Un grupo de parlamentarios del partido conservador británico ha pedido a su gobierno un referéndum acerca de la posible salida del Reino Unido de la Unión Europea. El primer ministro no ha dicho que no. Para la prensa continental ésta ha sido una noticia de primera importancia. Lo ha sido también, naturalmente, para la inglesa. Pero en The Sunday Times del pasado 1 de julio compartía portada con otra a la que el diario daba más espacio todavía. Se refería a un test que deben pasar los inmigrantes cuando solicitan la residencia permanente en el país. Implantado por el gobierno laborista en 2005 ese examen tenía un contenido eminentemente práctico. Los aspirantes tenían que saber, por ejemplo, la dirección de la oficina de empleo más cercana a su domicilio. El nuevo test diseñado por el gobierno conservador incluye, a diferencia del anterior, muchas preguntas de naturaleza cultural. Además del himno nacional, quien quiera residir permanentemente en el Reino Unido tendrá que saber quiénes fueron Shakespeare, Constable, Jane Austen, Dickens, el ingeniero Brunel, el químico Fleming, los Beatles, y muchos otros héroes del panteón isleño (y europeo, cabría añadir). Además de aprenderse de memoria la primera estrofa de un poema de Robert Browning que expresa, con admirable eficacia melódica y sentimental, la nostalgia que sentían los británicos (incluso los que vivían toda la vida en Florencia, como era el caso de Browning) por estar en Inglaterra en el mes de abril, cuando asoman las primeras hojas de los olmos.
The Sunday Times dedica al nuevo test también un comentario editorial. Aunque no se le escapa lo paradójico que resulta exigir a los inmigrantes unos conocimientos de los que muchos nativos carecen, el editorialista afirma que reforzar la identificación simbólica de esos nuevos ciudadanos con su nueva patria constituye una necesidad política de primer orden y que esa necesidad se ha venido descuidando durante demasiado tiempo. Imagino que muchos de mis lectores pensarán que el test no es la manera más adecuada de conseguirlo. Seguramente tienen razón. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de la coincidencia de las dos noticias en la portada de la misma edición del periódico inglés. Es difícil resistir la tentación de relacionarlas y preguntarse qué han hecho las autoridades europeas a lo largo de las últimas décadas para que los británicos (y demás ciudadanos europeos) se sintieran un poco más identificados con Europa.
La creencia de que la construcción de Europa debía comenzar por lo económico (por la puesta en común de las industrias del carbón y del acero, concretamente) derivaba de la experiencia dolorosa de las dos grandes guerras del siglo XX. Su causa, se suponía, habría sido el conflicto de intereses que enfrentaba a las diferentes burguesías nacionales: la francesa y la alemana sobre todo. Pero la verdad es que de todo eso han pasado más de 60 años. Hoy vivimos en un mundo diferente. Las guerras de hoy no son, ni las del futuro volverán a ser, como las del siglo XX. A las burguesías nacionales hace tiempo que la globalización las encerró en el baúl de los recuerdos. Y, por lo que se refiere a la antigua opinión de que las guerras se combaten por razones económicas y no simbólicas, las noticias que leemos todos los días en la prensa la desmienten paladinamente.
¿Qué han venido haciendo los dirigentes europeos para favorecer una conciencia común?
En todo caso, parece claro que hemos llegado al final de ese camino. Hasta tal punto de que son precisamente los mismos poderes que han llevado a Europa al borde de la ruina, los que hablan hoy de la necesidad de hacer progresar la unión europea a nivel político y no sólo económico. Pero ¿cómo hacerlo sin contar con una identificación de los ciudadanos con la idea, una cierta idea al menos, de Europa como espacio de convivencia? La idea de Europa no la inventaron los gobernantes que crearon la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Estaba presente, y muy en primera fila, en el debate intelectual de los años veinte y treinta, bastante antes de la Segunda Guerra Mundial. En realidad, es mucho más antigua. Hernández León recordaba recientemente algunos de los mimbres simbólicos —la filosofía griega, el derecho romano, el cristianismo— con los que se ha venido construyendo, desde hace muchos siglos, el espacio común europeo.
Uno de esos mimbres diferenciales, y no ciertamente baladí, ha sido la invención de una cierta idea del arte que aparece con el Renacimiento en Italia y alcanza su madurez en Alemania con el Romanticismo. Esa idea implicaba la creación de un ámbito simbólico que carecía de precedentes en la historia de la Humanidad. Un ámbito diferente de la filosofía y la religión, que, una vez creado, ha llegado a vivirse como no menos necesario que éstas para una plena definición de lo humano. Pues bien, también eso (y quizá de manera menos problemática que ninguna otra cosa) es, o ha sido, Europa. Cualquiera que visite la exposición de Rafael que en estos días muestra El Prado y estudie la difusión geográfica y la influencia artística de que gozaron sus pinturas a partir del día en que fueron creados (en una época, por cierto, en que ni Italia ni Alemania existían como tales) puede hacerse una idea bastante concreta de los senderos que han ido tejiendo, a lo largo de los siglos, la construcción simbólica del espacio común europeo.
Como recordaba el editorialista de The Sunday Times, promover un cierto sentimiento de la historia y de la cultura no implica ser prisioneros del pasado, sino reconocer una necesidad del futuro. Es cierto que la implantación de trámites burocráticos más o menos ridículos, como el test para inmigrantes que se acaba de promulgar en el Reino Unido, resuelve muy poco. Pero ¿qué han venido haciendo los dirigentes políticos europeos para favorecer el progreso de una conciencia común? Imponer políticas educativas que han marginado progresivamente los contenidos humanísticos del ámbito de las enseñanzas públicas. Forzar políticas económicas que están llevando a las grandes instituciones culturales europeas a optar entre la asfixia o la desnaturalización. La Europa futura que entreveían los intelectuales de mediados del siglo XX está cada día más lejos. Hemos ido hacia atrás. ¿De dónde van a sacar ahora esos poderes que han usurpado nuestro destino colectivo los materiales simbólicos que se necesitan para construir una conciencia política común? ¿Del fútbol?
Tomàs Llorens es historiador del arte.
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