La tumba de Fuentes
Las críticas personales y resentimiento tras su muerte son inquietantes
Hace dos meses, a sus 83 años, murió Carlos Fuentes. El escritor mexicano, central en el llamado boom de la narrativa latinoamericana, sufrió una hemorragia abdominal en México D.F. y falleció casi en el acto. Una muerte dulce que muchos escogeríamos, si pudiéramos.
La otra hemorragia, que vino luego, ha sido menos dulce. Junto a los numerosos y mayoritarios homenajes, previsibles para quien fue un gran escritor en nuestra lengua, ha brotado también una sangría menor, pero constante, de críticas personales y resentimiento.
Esa sangría de rencores pequeños contra Fuentes aflora, oportunamente, después de su muerte y se centra en su persona (palabra que en latín significaba “máscara de actor”). No en su obra. Algunos le reprochan que, en Europa y Estados Unidos, fuese considerado “el” representante cultural de Latinoamérica (escribió y protagonizó el documental El espejo enterrado por los 500 años del Descubrimiento, para la televisión norteamericana); que fuera cosmopolita (vivió tanto en París, Londres y Nueva York como en México); que tuviera amigos empresarios y políticos importantes (desde Carlos Slim a Ricardo Lagos); que se preocupara de vestir bien (una de sus corbatas de seda protagoniza una novela de César Aira); y, por si fuera poco, que quisiera enterrarse en París (ofensa final imperdonable).
Condenar a un escritor —o a cualquiera— por su “persona”, por su máscara, por su imagen, en lugar de por sus obras, es incurrir en la superficialidad que caracteriza a la peor cultura contemporánea. Es hacerle el juego a esta civilización del espectáculo que desdeña lo que hacemos, y nos glorifica o crucifica por lo que parecemos.
Un ejemplo de esos ataques, teñidos de superioridad moral y corrección política, fue resucitar un comentario que el Premio Nobel portugués también fallecido, José Saramago, hizo sobre Fuentes hace varios años: “…una especie de resistencia me impedía aceptar con naturalidad lo que en Carlos Fuentes era naturalísimo […]: su forma de vestir. Fuentes viste bien, con elegancia y buen gusto, la camisa sin una arruga, los pantalones con la raya perfecta, pero, por ignotas razones, pensaba yo que un escritor, especialmente si pertenecía a esa parte del mundo, no debería vestir así. Gran equivocación mía”.
¡Cuánto nos cuesta admirar, en Latinoamérica y España!
Los atacantes tardíos de Fuentes podrían tener piedad de Saramago, que tampoco puede ya defenderse, y no resucitarle ese comentario pequeño. ¿Así que, por ser mexicano o latinoamericano, Fuentes debía vestirse como el prejuicio europeo quisiera disfrazarlo? ¡Lo que hay que oír! Fuentes fue mexicano sin necesidad de disfrazarse de tal. Esa es la gracia.
Al menos Saramago, noblemente, reconocía su equivocación. Los inquisidores postmortem de Fuentes, en cambio, siguen juzgándolo por su ropa. O, lo que es similar, por sus amistades, su casa en Londres, sus opiniones periodísticas y entrevistas, su “imagen” de mandarín intelectual... Penosa chismografía. Un escritor debería juzgar a otro sólo por sus libros. Y dejarle el resto a la prensa sensacionalista.
Otros críticos funerarios de Fuentes sí han atacado su obra, pero con similar superficialidad. Con candidez admiten que esa persona del autor, que les desagrada, les dificulta leer con placer sus ficciones. Esto me recuerda a un lector ingenuo que recitaba de memoria y con mucha emoción sonetos de Quevedo, hasta enterarse de que —según algunos— el poeta fue un cortesano ávido y cruel. Sufrió una gran decepción y ya no lo recita.
Esos críticos hipersensibles admiten —sufridamente— que los primeros libros de Fuentes eran más o menos buenos: La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente, Aura (y muchos más, diría yo), se salvan del escrutinio de estos curas y barberos. Pero arrojan a la hoguera sus casi 60 obras restantes. Y tras ese balance deciden que fue más “malo” que “bueno”.
En varias de sus obras tardías Fuentes decayó. ¿Quién no decae en esta vida? Pero nunca entenderé esa contabilidad mercantil aplicada a las artes. Como si los libros menores de un escritor fueran deudas que disminuyen el valor de sus grandes obras y al final, acumuladas, acarrean su quiebra. Qué absurdo. Con ese criterio de mercachifles resultaría que Cervantes fue un pésimo escritor porque sus libros menores, hoy casi ilegibles, son más numerosos que el solitario Don Quijote.
Un escritor —o cualquiera— debe ser medido con las varas más altas que él, o ella, usó para medirse, y que nos dejó como desafío. Debe ser juzgado por las mejores “rayas” de su escritura. No por las peores. Ni menos por la raya de su pantalón.
No puedo culparle por haber deseado enterrarse lo más lejos posible
Una obra como la de Carlos Fuentes, tan vasta y polifónica, ofrece variados flancos para el disgusto o la admiración. Correr ese riesgo fue una de sus valentías. Ese riesgo es el precio y el premio de una pasión intelectual extraordinaria, que sobresale en su obra hasta el final. En La voluntad y la fortuna, una novela reciente (2008), las angustiosas contradicciones del México contemporáneo son tratadas con hondura filosófica que recuerda, por momentos, a Thomas Mann. No por casualidad. La ambición intelectual “manniana” de Fuentes fue uno de sus grandes atributos. Una pasión que lo llevó a intentar alumbrar la terrible confusión mexicana, y latinoamericana, con las luces de la cultura universal. ¿Lo logró? Pregunta tonta. Lo distintivo es que trató, que tuvo el coraje.
Esa noble ambición obliga a protestar contra estos reproches frívolos que algunos le hacen. Bordeando la crueldad hay quien hasta se ha mofado de la tumba del escritor mexicano, sugiriendo que se mandó hacer un monumento. Lo que Carlos Fuentes comentó, en una entrevista dada en Buenos Aires, poco antes de morir, fue que ya sentía deseos de ir a ocupar “un monumento muy lindo” que tenía en París. El comentario no era orgulloso sino amargo. Se refería a la tumba, en el cementerio de Montparnasse, donde quería reposar junto a dos de sus hijos, trágica y prematuramente fallecidos. Pero también fue un comentario que implicaba una conciencia irónica y ecuánime acerca de la posteridad literaria, sus vanidades y sus traiciones. Fuentes declaraba que, en el fondo, el único monumento que le importaba es esa sencilla lápida de un metro de altura, compartida con su familia.
Por suerte, son mayoría los que admiran las mejores obras del escritor mexicano y valoran su ambición. Como también son más los que reconocen su valentía para ser fiel a sí mismo, y no a los prejuicios y estereotipos del gremio.
Pero esa comidilla de reproches tardíos es inquietante y decidora. Al menos por un motivo: ¡cuánto nos cuesta admirar, en Latinoamérica y España! Cuánto nos duele el éxito ajeno. Por mi parte, no puedo culpar a Carlos Fuentes por haber deseado enterrarse lo más lejos posible.
Carlos Franz es escritor. Su libro más reciente es La prisionera (Ed. Alfaguara)
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