Elogio del paracaidismo en política
La defenestración de Ségolène Royal será recordada como un episodio vergonzoso de estas elecciones
El famoso asunto del “paracaidismo”, el gran argumento esgrimido contra Ségolène Royal, empieza a ser francamente extraño. Probablemente, el que cierta derecha lo haya utilizado contra algunos de los suyos entra dentro del orden de las cosas. Pero este fetichismo del lugar, este culto del espíritu local, esta idea de que hay que ser de La Rochelle para ser elegido diputado por La Rochelle, esta “obviedad” según la cual la condición para la buena diputación es un arraigo auténtico y antiguo, en resumen, este embrollo regional, por no decir “vernáculo”, que se ha instalado en la izquierda sin que nadie diga nada es uno de los verdaderos acontecimientos de estas elecciones. Desde este punto de vista, Royal no está del todo equivocada cuando afirma, con sus propias palabras, que quien ha acabado con ella ha sido “la” derecha. Aritméticamente, es imposible verificarlo. Filosóficamente, es incuestionable. Pues el localismo exacerbado, esa carrera en pos de unas raíces imaginarias, esa ilusión según la cual hay que ser “del terruño” para ser diputado por tal o cual lugar de Francia, en una palabra, esa oposición del “país real” (encarnado por el candidato “de casa”) y el “legal” (representado por el “paracaidista”) es la esencia misma de un pensamiento que está en el corazón de la vieja derecha y se llama maurrismo. Y, en consecuencia, es también la derrota de la gran idea republicana según la cual las elecciones son la ocasión para el votante, no de volver a sus orígenes, sino de acceder a la ciudadanía y, por tanto, a lo universal. Unas elecciones legislativas no son unas elecciones locales. Un diputado no representa a una región de Francia, sino a Francia en su conjunto. De cada uno de los diputados se dice que ostenta “la” representación nacional porque, a la manera de la pars totalis de los filósofos, encarna, idéntica, uniforme, solidariamente, los intereses y el alma de la nación. Ignorar esta ley es refrendar la derrota de Jaurès frente a Péguy. O la de Péguy frente a Maurras. Y, se quiera o no, es caer en el populismo más rancio, el que vuelve la espalda al espíritu de las leyes republicanas. ¡Vivan los paracaidistas! Bravo por Ségolène Royal, cuya defenestración política (¡ah, el tweetgate!) será recordada como un episodio vergonzoso de estas elecciones y cuya rectitud, agallas, valor intelectual y moral se echarán tanto de menos en la elegida Asamblea como su principesca dignidad. Una lástima.
La otra gran víctima de este neomaurrismo de izquierdas es evidentemente Jack Lang
La otra gran víctima de este neomaurrismo de izquierdas, de esta caza al nomadismo electoral y, por tanto, de la regresión democrática que ambos traen consigo, es evidentemente Jack Lang. Y también a él quiero rendirle homenaje aquí. ¿Mitterrand? Sí, Mitterrand. Pero la cara luminosa del miterrandismo, que ya tuvo suficientes aspectos sombríos como para que ahora no reconozcamos en Jack Lang al heredero de su lado noble. ¿Izquierda festiva? ¿Triunfo del homo festivus ridiculizado con el ensañamiento que todos recordamos por el desaparecido Philippe Muray? Sí, por supuesto. Precisamente. Yo deploro el asesinato político de Jack Lang a manos de esos epígonos subnormales de Muray (o de Fumaroli) que han transformado a uno de los mejores ministros de Cultura que hemos tenido en un héroe del orgullo gay, un personaje de carnaval que proveía al buen pueblo de pan y circo, el rey del cuento y la farándula. ¿Izquierda caviar? ¿Izquierda de oropeles y lentejuelas? Otra vez sí. Si se quiere. Pero, dado que el neopopulismo ramplón que actúa como reflejo de una parte creciente de la opinión pública denominó así —en el mismo momento en que se convirtió en el eterno ministro que, contra viento y marea, ha seguido siendo hasta hoy— a la voluntad de compartir con la mayoría su gusto por las columnas de Daniel Buren, la pintura de Pierre Soulages o el teatro de Giorgio Strehler, no menos que su pasión por los castillos de Chambord y Chenonceau, a lo que están llamando “izquierda caviar” es a la voluntad de reconciliar a la gran y alta cultura francesa con la modernidad. Aún no ha llegado el momento de hacer el balance de los años Lang (pues estoy convencido de que Lang volverá; en otra parte, de otro modo, pero volverá). Cuando nos decidamos a hacerlo, veremos que este girondino empedernido, este activista de un “Estado cultural” que significó antes que nada “el máximo de belleza para el máximo de gente”, este aristócrata del intelecto que creyó en su poder de desplazar indefinidamente la frontera invisible que, según Condorcet, separa la “porción primitiva” del “género humano” de su “porción ilustrada”, estaba en la línea de las “catedrales de la cultura” según André Malraux y, antes de André Malraux, de esos “clubes Léo Lagrange” que, en los años 30, concibieron la idea de una cultura para todos. Frente popular contra frente populista. No se trata del sueño de no sé qué partido amanerado, sino del sueño de lo mejor que tuvo el Partido Comunista cuando afirmaba que uno podía ser obrero y apreciar a Matisse o a Picasso. Hace poco leí en los Escritos sobre arte de Aragon los textos de la época en que el antiguo surrealista dirigía el semanario Les Lettres françaises. Pues bien, ahí está todo. Esos textos lo dicen todo sobre el hermoso proyecto, caviardizado por los cretinos, de poner la cultura al alcance de todos. Ese es el Jack Lang cuya derrota celebran hoy algunos cazadores de cabezas, tanto a derechas como a izquierdas: un émulo de Aragon que tuvo el poder de Malraux.
Bernard-Henri Lévy es filósofo francés.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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