El sentido cívico de la culpa
El asesinato anestesia la sensibilidad moral del victimario
Es mucho lo que muere cuando se mata por razones políticas, por eso son tan peligrosas las simplificaciones que atienden un aspecto y se desentienden de los otros. Algo de esto está ocurriendo estos días a propósito de los encuentros entre víctimas y victimarios. Aunque unos lo plantean como parte de un proceso de elaboración de la culpa, otros sospechan que lo que hay detrás es un intento de impunidad o, al menos, de mejora de las condiciones penitenciarias.
Hay que reconocer que esos encuentros no son habituales, aunque lo que ahí se fragua sea algo que la moral sí suele tener en cuenta. Porque una cosa es la culpa legal, de la que se encarga el derecho y que tiene por objetivo la parte de la acción criminal tipificada como delito, y otra la culpa moral, que se refiere a causas o efectos de la acción criminal no delictivos, pero que son inmoralidades que pesan sobre la conciencia de los victimarios y que condicionan la vida social. No son culpas excluyentes, sino complementarias. Cuando Karl Jaspers planteó, en 1946, la cuestión de la culpa moral y política, lo hizo a sabiendas de que el Tribunal de Núremberg iba a hacerse cargo de la culpa legal, es decir, iba a juzgar a los grandes delincuentes nazis por crímenes contra leyes determinadas, pero entendió que el futuro democrático de Alemania dependía de que se reconociera una culpa moral, que no se ventilaba en los tribunales de justicia, porque lo decisivo no era el atentado a una ley, sino a la humanidad del asesino y de la sociedad cómplice. Para un nuevo tiempo político era capital la elaboración de la culpa moral porque eso propiciaba un cambio interior que era decisivo.
Uno llega al arrepentimiento al constatar que el tiro en la nuca no te convierte en un héroe
La irrupción de la culpa moral en el debate político es una novedad que ha ocurrido en la medida en que las víctimas se han hecho visibles. Mientras fueron invisibles, los actores del fenómeno terrorista eran el Estado y los terroristas. Como lo importante era la vida de los vivos, el Estado recompensaba la renuncia a la violencia con el olvido. Los terroristas lo sabían y apostaban fuerte por la amnistía. Con la visibilización de las víctimas hemos aprendido que la calidad de vida entre los vivos depende de la justicia que hagamos a los muertos. Se acabó lo de poner el contador a cero.
Los encuentros como los que han tenido lugar en el taller de Nanclares de Oca se ubican en ese contexto de elaboración de la culpa moral que no es solo un asunto privado. Puede sentirse moralmente culpable quien reconozca el daño que se ha hecho a sí mismo al asesinar o posibilitar el asesinato de un inocente. Kepa Pikabea, condenado por múltiples asesinatos, ha acertado con la formulación, lograda quizá tras muchos años de reflexión: “Las armas te dejan heridas que no cicatrizan nunca”. Llegar a esa lúcida conclusión no resulta fácil porque el asesinato anestesia la sensibilidad moral del victimario. Jorge Luis Borges lleva esta percepción al extremo en esa criatura suya, un oficial nazi, que condenaba a muerte a inocentes para matar la compasión que pudiera renacer en él. Esto explicaría lo raro que resulta encontrar etarras que se reconozcan culpables, así como la dura piel moral de su entorno político.
Lo cierto es que una vez alcanzado ese punto de culpabilidad moral, se abre el camino para el arrepentimiento que no tiene que ver con la renuncia a ideas políticas, sino con los hechos cometidos en nombre de esas ideas. Uno llega al arrepentimiento al constatar que el tiro en la nuca no te convierte en un héroe, sino en un asesino que mata al otro y se hace daño a sí mismo. Entonces desea que aquello no hubiera ocurrido. Descubre que su vida depende de la vida negada, por eso lamenta lo ocurrido.
En el encuentro que sostuvo Roberto Manrique, víctima del atentado contra Hipercor, con Rafael Caride, uno de los autores de la masacre, este se negó a pedirle perdón, porque, decía él, “al no ser creyente, carecía de sentido”. Digamos que el perdón, como la culpa y el arrepentimiento, tienen pedigrí religioso, pero como tantas otras figuras políticas. Eso no significa, sin embargo, que no se pueda hablar políticamente del perdón, entendido ahora no como ofensa a Dios, sino como solicitud del victimario a la víctima de una segunda oportunidad. Lo que realmente pide es la posibilidad de demostrar a la víctima que puede mostrarse de otra manera para con ella porque él, el autor confeso del crimen, es más que su crimen. Puede ser de otra manera. Claro que la víctima está en su derecho de negarse, pero también es lógico que quien se sienta culpable y arrepentido demande la gracia de demostrar que puede comportarse humanamente y pertenecer al mundo de la vida democrática que él quería destruir al asesinar a ciudadanos de ese mundo.
Reyes Mate es profesor de Investigación del CSIC
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