Qué le pasa
¿Qué le pasa a un presidente que sale por la puerta de atrás, rehúye las preguntas de los periodistas y no comparece en el Parlamento?

Una de las pruebas más duras a la que tienen que enfrentarse los alumnos de música es a tocar en público. Los nervios no se curan jamás, incluso es bueno que no desaparezcan, pero se aprende a que no arruinen un oficio que sólo tiene sentido si alguien escucha. De acuerdo, existió un Glenn Gould, que a partir de un cierto momento sólo consintió tocar en grabaciones, aunque a través de ellas se comunicaba con la audiencia. También el trabajo del actor se mide con público. Hay actores que pierden la vista en la noche del estreno, pero la experiencia les dice que la niebla desaparecerá en cuanto el diálogo fluya. Conozco escritores que dicen escribir para sí mismos, pero aún no he conocido a ninguno que no quisiera ver su trabajo publicado. Existió un Salinger, sí, pero las manías de aquel viejo maniático no estaban reñidas con la preocupación enfermiza por que su obra se editara primorosamente. El presentador de radio comienza su carrera con temblores en la voz y con el tiempo aprende a disfrutar ante un micrófono. De igual manera, el columnista tiene que encontrar el goce en este oficio tan expuesto. Y el profesor no lo es del todo hasta que no se prueba delante de una clase de criaturas distraídas.
No somos nadie si nadie nos escucha. Dependemos del público. Lo tememos y lo amamos, buscamos su respeto y nos espanta que nos ignore. Estamos expuestos a su crítica. Quien no lo entienda así, ha de dedicarse a otra cosa. Y no hay oficio más obligadamente expuesto que el de presidente del gobierno. Se sobrentiende que quien lo practica tiene gusto por la oratoria y por la exposición. ¿Qué le pasa entonces a un presidente que sale por la puerta de atrás, rehúye las preguntas de los periodistas y no comparece en el Parlamento? Puede que no haya sido adiestrado en su oficio o que no le guste demasiado. O las dos cosas.
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