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Columna
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Desolador

La asistencia social española parece confirmar la existencia de excesos. No es raro que los niños sean arrancados de sus padres y privados de todo contacto

Rosa Montero

Tal vez creas que el horrible caso de los robos de niños es una excepción pesadillesca, una larga anomalía dentro de un sistema generalmente justo. Pero me temo que no es así. La octogenaria monja María Gómez Valbuena, que ahora luce el desvalimiento de la ancianidad, fue sin embargo, según los testimonios, una mujer autoritaria y tremenda, un personaje poderoso. Se supone que ella y sus compinches se apropiaban de los bebés confortablemente amparados por su ideología; las madres eran solteras y pecadoras, o los padres pobres y poco religiosos: mejor dar a los niños una familia decente y católica. Es decir, encima supuestamente pretendían estar haciendo el bien. Y el caso es que yo no veo mucha diferencia con el robo perpetrado en 2001 por el Estado español del hijo del nigeriano K., un suceso atroz que fue consecuencia de la absoluta indefensión de K., que no tenía dinero para pagarse una prueba de ADN, y del obsceno abuso de unos servicios sociales cegados por los prejuicios, como si por ser pobre, marginal, negro e inmigrante no tuviera los mismos derechos sobre su hijo, como si cualquier otra opción (una familia decente y normal) fuera siempre mejor para el niño que sus padres biológicos.

Para peor, acaba de contactarme una persona que trabaja en la asistencia social española y que parece confirmar la existencia de esos prejuicios, de esos excesos. El sistema, dice, “estigmatiza a las familias que luchan por conservar a sus hijos: se les hace la vida imposible, se les castiga”. Asegura que no es raro que los niños sean arrancados de sus padres y privados de todo contacto; y que, abandonados y maltratados psicológicamente, “ves a esos niños comer, reír, llorar, marchitarse y enloquecer en pocos meses, ves como sus corazones se destruyen frente a unos padres incapaces y una administración implacable”. Desolador.

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