En la maraña de la historia
Algunas de las mayores barbaries cometidas en el siglo XX se han contado como si fueran el resultado de una patología capaz de inspirar acciones criminales más que como el resultado de decisiones políticas concretas
Las ciudades rumanas de Ploiesti y Bucarest fueron bombardeadas durante la II Guerra Mundial por soviéticos, ingleses, estadounidenses y, después, por alemanes. “No una semana, tampoco un mes ni un año, sino años enteros”, escribe en sus memorias Raúl S-W Berg, el personaje que protagoniza la Enciclopedia B-S (Periférica), donde el historiador argentino José Emilio Burucúa reconstruye los avatares del siglo XX siguiendo los pasos de una familia judía centroeuropea. La Rumanía de Antonescu se situó desde el principio al lado del Eje. El 23 de agosto de 1944, sin embargo, el rey Miguel dio un golpe de Estado y su país empezó a combatir en el bando de los aliados. En el cielo cambiaron las banderas de los aviones, pero las bombas siguieron cayendo con puntualidad matemática y con más o menos puntería.
En uno de esos ataques los alemanes fueron particularmente certeros. Tras una acometida inicial se impuso la calma, así que Raúl abandonó el refugio y regresó a casa para recoger a Muqui, su perrita. Aprovechó entonces para afeitarse y en esas andaba cuando los aviones retomaron su rutina destructiva. Arrojaron nueve bombas en su calle, desde el número 1 al 17, y una de ellas cayó exactamente sobre el 11, su casa. Raúl y Muqui sobrevivieron sorprendentemente, pero la perrita quedó paralítica. Cuando regresó al refugio para dar noticias de que aún vivía, su mujer le puso un espejo delante: “Me miré; tenía todo el pelo blanco”.
“La brutalidad del comunismo rumano ocultó en gran medida la del nazismo anterior”, escribe José María Ridao en Radicales libres (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores). Se ha detenido ahí, en Bucarest, porque está contando lo que pasó con algunos de los grandes intelectuales de aquel país durante ese periodo. Mircea Elíade y Emile Cioran formaron parte de la Legión de Hierro, la sanguinaria organización que permitió a Antonescu imponer en su país medidas parecidas a las que aplicó Hitler en Alemania. Eugène Ionesco y Mihail Sebastian, en cambio, prefirieron distanciarse de sus excesos.
A Raúl se le quedó el pelo blanco de puro espanto. Y ese espanto es una de las marcas del siglo XX, que ocupa seguramente el lugar central de ese libro de Ridao en el que ha reunido una colección de piezas —notas de lectura, apuntes de viajes, reflexiones sobre episodios puntuales de la actualidad, referencias a películas o a encuentros personales— que no parecen tener entre sí conexión alguna pero que terminan, acopladas una detrás de otra de manera cronológica, por proponer una escalofriante panorámica de cuanto les ocurre a hombres y mujeres cuando son atrapados en el torbellino de la historia. Algunos son seducidos por los reclamos de los poderosos, otros padecen sus delirios. Lo que José María Ridao procura es iluminar la “otra cara”, aquella de la que queda apenas rastro, la que atraviesan esos “seres solitarios avanzando en dirección contraria a la multitud, radicales libres”.
La paradoja fue que las democracias vencieron al totalitarismo con ayuda de un régimen totalitario
El recorrido empieza en el Egito faraónico, se detiene en el teatro romano de Bosra, pasa por las confesiones de San Agustín o el martirio de Santa Juliana, asiste al tratado de Tordesillas de 1494 o a las Capitulaciones de 1491, observa las infames maniobras de los Médici en la Florencia de Lorenzo el Magnífico, da cuenta de los viajes de Gulliver que contó Jonathan Swift. De Balzac recoge su desafío, con el que pretendió emular a Napoleón: “Lo que él comenzó con la espada, yo lo alcanzaré con la pluma”. Luego entra en Tocqueville y en Richard Burton para constatar como la aventura colonial en África comparte buena parte de sus presupuestos ideológicos con los totalitarismos del siglo XX, y se detiene en La avenida Sydenham, el cuadro que Claude Pisarro pintó durante su forzada estancia en Londres cuando huía de la guerra francoprusiana de 1870. Dostoievski, Turguénev, Ibsen, la invención del cine por los Lumière, la fascinación por la ciencia de Julio Verne, las aventuras de Tarzán, el compendio de sabiduría que arman Bouvard y Pécuchet de la mano de Flaubert.
Ridao entra en el siglo XX de la mano de Kafka y su muralla china. De Italo Svevo recoge un diagnóstico sobre el clima que se vive cuando la Gran Guerra —18 millones de muertos— está a punto de estallar: “Un presente en que el miedo se ha adueñado de la vida cotidiana”. Cuando analiza la obra de Sebastian Haffner sobre la revolución alemana de 1918-1919 apunta que el nazismo se ha estudiado más como una patología capaz de inspirar acciones criminales que como el resultado de decisiones políticas concretas. El testimonio de un viaje de André Gide en el verano de 1936 le sirve para mostrar la deriva totalitaria de la revolución soviética: “Lo que se quiere y lo que se exige es la aprobación de cuanto hace la URSS”, escribió el escritor francés, “lo que se busca, que esta aprobación no obedezca a la resignación, sino a la sinceridad, incluso al entusiasmo. Lo más sorprendente es que se consigue”.
Es imposible sintetizar Radicales libres pues cada pieza tiene vida propia y agarra a su manera los sucesos y las experiencias de momentos muy concretos. Baste señalar, acaso, dos corrientes que fluyen por sus páginas. Una de ellas abunda en una inquietante paradoja: que las democracias debieran parte de su victoria sobre el totalitarismo en la Segunda Guerra Mundial a un régimen totalitario. La otra, que Ridao aborda cuando muestra que no todos los actos de la Resistencia fueron irreprochables o cuando se refiere a la matanza de 22.000 oficiales polacos por parte del Ejército soviético en los bosques de Katyn, le permite subrayar que “lo que importa es recordar que la victoria no puede ser una justificación retrospectiva de todas las acciones que la propiciaron, como la destrucción planificada de Alemania...”.
Avanzar en dirección contraria a la multitud, dice Ridao de su tarea, y por eso se ocupa de desmontar los mitos que consagran un mundo en blanco y negro y que esquivan la complejidad con buenas intenciones. Las piezas de su libro son una invitación a mirar con coraje la infamia a la que tantas veces conducen las grandes causas, pero también a celebrar la valentía de cuantos se negaron a aceptar la versión establecida y pelearon por acercarse a la verdad. Tras la II Guerra Mundial, Ridao avanza a lo largo del siglo, y se sumerge en el laberíntico conflicto de Oriente Próximo, recoge el final del Che Guevara en la selva boliviana, habla del terrorismo de la Baader Meinhof o analiza la guerra de Irak, entre otros asuntos.
José Emilio Burucúa, J. M. Ridao y Tony Judt procuran ver con claridad los árboles antes de entrar en el bosque
La informe maraña de la pasada centuria que Burucúa ha atravesado siguiendo la vida de una familia judía y que Ridao, en una parte de Radicales libres, ha rastreado a través de sus lecturas, la aborda Tony Judt en una larga conversación con Timothy Snyder en Pensar el siglo XX (Taurus). En este caso, el historiador se niega a aceptar la versión oficial que de cuanto pasó fue solo “un lamentable historial de dictaduras, violencia, abuso autoritario del poder y supresión de los derechos individuales”. También hubo mejoras de la condición humana en general, dice. Así que se embarca, como Burucúa y Ridao, en la colosal empresa de volver a los hechos, a las vidas corrientes, a esas políticas concretas que se aplicaron en momentos concretos. “Lo primero es enseñar a la gente lo que son los árboles”, le dice Judt a Snyder. “La gente no debería aventurarse en los bosques, ni siquiera en bosques con las sendas marcadas, si no saben lo que es un árbol”.
Es necesario observar, por ejemplo, como hace Ridao, las distintas respuestas que dieron el general Paul Tibbets y el piloto Claude Eatherley a un experiencia que compartieron: arrojar sobre Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia. Tibbets estaba convencido de que la bomba había ahorrado muchas vidas humanas y proclamo que “en las mismas circunstancias, volvería a hacerlo”. Eatherly, en cambio, no pudo ya conciliar el sueño y en un momento de extremo pesar, “valiéndose de un listín telefónico, redactó centenares de cartas que dirigió a otros tantos habitantes de Hiroshima escogidos al azar, y en las que simple y angustiosamente solicitaba su perdón”.
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