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Tribuna
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Sobre la ilusión

El mayor estrago se produce cuando a la inocencia de uno se suma la credulidad del otro

No hay manera de comprender por qué incurrimos en alguna forma de ilusión si no damos por sentado que la estupidez no es un pensamiento mal encarado o defectuoso o erróneo sino una manera de razonar, tan válida y fructífera como cualquier otra.

En la experiencia de la ilusión siempre hay involucrado el engaño y éste se suele producir, cuando no es deliberado, o por inocencia o por credulidad, que son respuestas humanas que están separadas entre sí por unos matices de significado muy poco relevantes. La inocencia es la forma activa de la estupidez y la credulidad, por otra parte, es la misma estupidez pero en su versión pasiva. El inocente es un individuo que suele caer con facilidad en la ilusión por la simple razón de que encuentra gozoso sentirse ilusionado. Vive permanentemente en pos de una ilusión y se diría que en ella casi cifra, a cualquier precio, la felicidad propia. Ningún fiasco desvirtúa sus convicciones, ningún fracaso lo disuade. A diferencia del inocente, el crédulo es un individuo totalmente incapaz de reconocerse proclive a la ilusión y, por lo tanto, no imagina la eventualidad del error. Todos los crédulos son un poco inocentes, pero no todos los inocentes son crédulos. Por ejemplo, en El idiota de Dostoievsky, la inocencia del Príncipe Mishkin, no lo hace más crédulo o sensible a la ilusión sino, al contrario, parece incluso más lúcido porque, si bien no detecta finalidad o intención segunda en la conducta de los demás, logra comprenderla al pie de la letra. Mishkin responde siempre literalmente a una situación, por mucho que esta se deba a alguna mezquindad o miseria ajena y, naturalmente, se compromete con ella para bien, con toda la ilusión de que es capaz un hombre bien intencionado. La espontaneidad de su conducta se presenta a los ojos de los demás como una especie de idiotez angélica, propia de un individuo que va por la vida a remolque de lo que ve y escucha y como arrastrado por las circunstancias y a merced de ellas. Mishkin es uno que no se posee a sí mismo, o sea, es un idiota consumado. Pero al mismo tiempo se muestra como un ser excepcional puesto que es justamente su inocencia, su absoluta indefensión frente a la ilusión, lo que, a la postre, desarma las iniquidades de sus semejantes al tiempo que muestra que también las bajas y las pequeñas pasiones de los demás son estupideces nacidas de alguna forma de ilusión.

Una versión del iluso Mishkin muy a tono con nuestra época de variadas perplejidades se traza en la figura de Mr. Chance, el jardinero estúpido que por azar se convierte en presidente de Estados Unidos en la novela de Jerzy Kozinsky, Bienvenido Mr. Chance. Merece la pena detenerse en este personaje que, con toda seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato sesgado —no muy justo, por cierto— que desde las filas de la izquierda norteamericana se quería dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos los débiles mentales, habla con frases inconexas y balbuceos por la simple razón de que no sabe qué contestar; pero sus respuestas son interpretadas como parábolas declamadas por un iluminado que bien podría servir como estadista, un presidente profético, e inmediatamente instrumentadas por los medios masivos de comunicación para atrapar la consciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas afines a los intereses de las grandes corporaciones. La fórmula de Kozinsky es sencilla: consiste en la enésima denuncia de la manera en que los mecanismos de la ilusión manipulada sirven para colocar en las grandes responsabilidades políticas a personajes inicuos, bobos solemnes que ofician como títeres de los poderosos.

La ilusión, en estrecha relación con la credulidad, es el arma secreta de la religión; y no es preciso ser freudiano para reconocerlo. El Credo quia absurdum de los católicos, que propone la renuncia voluntaria al sentido común y a la autonomía racional como vía para alcanzar la fe, no es muy distinto, en esencia, de los fanatismos ideológicos o de aquella forma de enajenación que proponían los fascistas italianos cuando aconsejaban a sus militantes: Non pensì, il Partito pensa per te! También en este tipo de enajenación hay cierto goce cuyo fundamento último está en la humana inclinación por sentirse ilusionado por algo. En última instancia, la ilusión de que —por fin— no es preciso tener que pensar.

La precariedad de la existencia imponen que tengamos que valernos de ficciones

De todas formas el mayor estrago que causa la ilusión se produce cuando a la inocencia de uno se suma la credulidad del otro. Cuando estas dos conductas estúpidas se combinan tiene lugar una catástrofe, como ocurre en la estafa, en cualquiera de sus manifestaciones: la trampa de toda estafa se retroalimenta con la extraña complicidad que se establece entre el estafador y su víctima, harto habitual en los intercambios comerciales y en las llamadas “transacciones financieras”, sobre todo en el tipo de operaciones que han llevado a la economía neocapitalista al borde del colapso en los últimos tiempos. Una ilusión movilizaba a los que prestaban dinero a mansalva con la confianza de que, tarde o temprano, otros llegarían para cubrir la inevitable caída en default; y otra ilusión —especulativa y especular— movía a quienes contraían las deudas pensando que se podía salir de la indigencia por obra y gracia de algún batacazo y, sobre todo, sin producir bienes tangibles.

La combinación de la inocencia y la credulidad, ambas con relación a una ilusión compartida, es aún más devastadora en las relaciones amorosas, donde se configura como una especie de folie-à-deux. Evidente es que en este contexto hay un inmenso goce, como también es obvio que en el enamoramiento la seducción del otro —y el sentirse seducido por el otro— consuma la mayor de las ilusiones, aunque la experiencia universal pruebe que el estado beatífico del enamorado es necesariamente perecedero y volátil. Incurrimos en el amor desenfrenado solo porque, en el mismo momento en que nos sentimos enamorados, olvidamos que esa beatitud será pasajera. Insondable estupidez de todos los amantes que asoma en toda suerte de representaciones y proposiciones características del discurso amoroso. Ya lo decía el paisano Cruz en el Martín Fierro: “¡Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina!”. El amor es el territorio natural de todas las ilusiones y la pasión que hace placentera la estupidez. Por consiguiente, no es tanto una enfermedad de la razón, como piensan los racionalistas, sino la prueba de la fragilidad de la razón frente a la ilusión.

Se cree que la ilusión es una experiencia, por llamarla así, espiritual, que está inspirada por ideas y se representa con imágenes, como los fantasmas y los espejismos, pero en la medida en que está firmemente arraigada en las necesidades del cuerpo, está directamente relacionada con nuestra finitud. La precariedad de la existencia y la angustia consiguiente imponen que, para sobrellevarlas, tengamos que valernos de ficciones a las que, por fuerza, hemos de dar crédito. Sin la ilusión no habría apariencia sensible, no habría mundo —esta, tu piel, que me encanta, este paisaje tan querido, esa melodía que no quiero olvidar—, sin ilusión no habría nada de nada. La vida en la ficción, ilusionados, es la única posible, la única que nos proporciona alivio frente a la certeza de la muerte y esa especie de revelación que es la mayor de todas las ilusiones: la ilusión del sentido donde conviven en inverosímil confusión las mayores patrañas y las verdades más necesarias.

Enrique Lynch es escritor.

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