Y, ¿qué aportaría María Moliner al debate sobre el sexismo?

El informe de Ignacio del Bosque y otros académicos de la RAE es clarificador en cuestiones gramaticales. Ese es su papel. Pero no ofrece soluciones al doble hecho de que el Diccionario de la RAE siga dando cobijo a acepciones y ejemplos sobre la mujer anclados en el prejuicio y el anacronismo y que pervivan por tanto en el lenguaje (no solo coloquial sino también culto) vocablos que la discriminan. Vocablos que perviven aún n el lenguaje precisamente por estar avalados por el diccionario oficial. Un lenguaje que como todo organismo vivo cambia, se transforma y se enriquece con el uso y el paso del tiempo, sin que esta puesta al día se refleje con la misma celeridad en el aspecto normativo.
Si el informe ha desatado el debate no es tanto por lo que dice como por lo que calla. Y por lo que sugiere y hace evocar.
A estas alturas queda claro que nuestra lengua distingue entre sexo y género, y que desde un punto de vista puramente gramatical no existe problema en utilizar el plural masculino cuando se escribe de hombres y mujeres; como tampoco es un desdoro utilizar modista, futbolista o periodista para denominar indistintamente a hombres y mujeres que ejercen tal dedicación. Pero hay cuestiones de más calado que subyacen en esta corrección gramatical y que sin embargo, no se abordan.
Para empezar, se hace más hincapié en la normativa que en el papel transformador de la lengua: pero al igual que la vida, la lengua cambia, los códigos se modifican y nada permanece inamovible, por lo que no tiene mucho sentido convertir la gramática en dogma y descartar que el estado de cosas actual pueda evolucionar en otra dirección. Pero es que, además, es mucho lo que la RAE tiene que hacer aún para reducir el machismo residual de algunas de las voces del diccionario oficial y para equilibrar la presencia de la mujer en las diferentes entradas.
El lenguaje es sexista, porque la sociedad es sexista, recuerda con acierto Pedro Álvarez de Miranda. Pero también sucede al revés: la sociedad sigue siendo machista porque el lenguaje continúa siéndolo, porque el sustrato intelectual e ideológico que alimenta el machismo sigue vigente o no se cuestiona de raíz, en el léxico. Puede ser ingenuo corregir el lenguaje sin que cambie la sociedad. Pero esperar a que esto último ocurra siendo conscientes de que el lenguaje es sexista, puede ser también un ejercicio de cinismo. En los diccionarios clásicos y en concreto en el de la RAE, hay un poso ideológico que se ha construido siglo a siglo, definiciones dictadas desde la supremacía masculina en las que la mujer sale malparada o subordinada.
El modelo del Diccionario de Uso del español (María Moliner)
¿Qué haría María Moliner si pudiera tener voz en este debate? No tiene sentido hablar en su nombre, pero su Diccionario, publicado entre 1966-1967, nos da algunas pistas. Resulta reconfortante comprobar cómo la autora, sin planteamientos feministas de por medio, pero dueña de una claridad mental privilegiada, es capaz de definir de nueva planta definiciones completamente anquilosadas. Así, mientras la RAE utiliza la voz coloquial “marisabidilla” como una crítica general hacia el sexo femenino, al definirla como “mujer que presume de sabia”, Moliner hila más fino y puntualiza: “Mujer de poca cultura, pedante o redicha, que habla con presunción”. No lo atribuye a cualquier mujer, sino a algunas. Lo mismo sucede con la definición que hace el DRAE de la voz coloquial “hazana”: “faena casera habitual y propia de la mujer”, y que Moliner, como recordó Pilar García Mouton el 16 de enero durante un homenaje a la lexicógrafa celebrado en Madrid, redactó así: “faena. Trabajo casero”. Simplemente eso, ni propio de la mujer ni del hombre. Trabajo casero, sin más.
Naturalmente, todo eso en los años sesenta del pasado siglo. De haber entrado Moliner en la RAE en 1972, mucho y bueno habría aportado a la institución. La excusa de que en 1972 se necesitaba más un gramático que un lexicógrafo fue puramente retórica, porque aunque Emilio Alarcos Llorach (el elegido) fuera un buen candidato, Moliner también lo era. Josefina Carabias, en su columna del Ya, vio claro el núcleo del problema en las fechas previas a la votación: cuando la RAE rechaza o acepta a un escritor o a un intelectual, poco se puede decir, porque son muchos los autores de mérito que no llegan a la institución, observó la columnista. Pero cuando se trata de especialistas (lingüistas, lexicógrafos, etcétera) el rechazo es más delicado. Los académicos que decidieron enfrentar a Alarcos y a Moliner en la misma votación (la primera de la historia en la que aceptaban una candidata) tenían claro que no querían que entrara la lexicógrafa. A pesar de que Dámaso Alonso había confesado que él hubiera querido hacer lo que había hecho Moliner: revisar el Diccionario (algo que hubiera tenido que hacer y no había hecho la RAE). Una hazaña individual en una época en la que las mujeres no definían palabras ni podían revisar prácticamente nada. Ni siquiera una persona tan serena y tan poco apegada a los honores como la autora del DUE entendió que no la quisieran en la Corporación tras tantos años dedicados a la investigación filolófica: “Desde luego es una cosa indicada que un filósofo entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, diría: «¡Pero y ese hombre, cómo no está en la Academia!». Con razón rechazó intentarlo por segunda vez. Pero lo cierto es que quien quiera conocer el español que se hablaba en la segunda mitad del siglo XX tendrá que consultar el Moliner y no necesariamente el DRAE.
Por destacable que sea la labor emprendida por la Real Academia en los últimos años para equilibrar la presencia de voces referidas a las mujeres en el DRAE y eliminar acepciones obsoletas u ofensivas, queda mucho por hacer. En De mujeres y diccionarios. Evolución de lo femenino en la 22ª edición del DRAE, una publicación del Instituto de la Mujer, tres especialistas (Eulàlia Lledó; Mª Ángeles Calero y Esther Forgas) rastrean las entradas relacionadas con la mujer y analizan las modificaciones, supresiones y nuevas aportaciones introducidas en la edición del DRAE de 2001 respecto a la de 1992. Las autoras recogen que se han suprimido 174 acepciones referidas a mujeres que en la edición de 2001 han sido sustituidas o bien por “personas”, por “alguien” o por un masculino que engloba a hombres o mujeres. Muchos de estos cambios se han producido al definir oficios que en el pasado se atribuía solo a mujeres o a hombres. De modo que “mercadera” que en la edición de 1992 se definía como “mujer que tiene tienda de comercio”, en la de 2001 pasaba a ser “persona que trata o comercia con géneros vendibles”. La expresión coloquial "andar/estar o ir de pingo”, que se definía en 1992 como “andar una mujer de visitas y paseos en vez de estar dedicada al recogimiento y a las labores de su casa”, en 2001 se redefine como “pasar mucho tiempo fuera de casa para divertirse y sin hacer nada de provecho”. En el caso de “pimpollo” se ha optado por redactarlo en masculino: “Niño o joven que se distingue por su belleza, gallardía o donosura”, mientras que en la de 1992 se detallaba: “Niño o niña, y también el joven y la joven que se distingue por su belleza, gallardía y donosura”.
No obstante, la tendencia a englobar en el masculino a hombres y mujeres plantea, pese a su corrección, dificultades obvias en determinadas voces. Por ejemplo, “escritorio” se define en una de sus acepciones como “aposento donde tienen su despacho los hombres de negocios; como los banqueros, los notarios, los comerciantes, etcétera”, lo que implica un acto de fe e imaginación por parte del lector para incluir a las mujeres entre esos comerciantes y banqueros. Con todo, el principal problema de las últimas modificaciones es su incoherencia: se eliminan voces vejatorias o anacrónicas, pero se introducen palabras y acepciones nuevas referidas a la ropa o a la apariencia física e igualmente sexistas. Y se mantienen viejos tópicos sobre lo femenino (“débil, endeble”) y lo varonil (“esforzado, valeroso, firme”). Anacronismos que se perpetúan en expresiones como “ser mucha mujer”: "ser admirables por su rectitud de carácter, por la integridad moral o por sus habilidades” o “ser mucho hombre”: "ser persona de gran talento e instrucción o de gran habilidad”; al igual que “ser toda una mujer”: "tener valor, firmeza y fuerza moral y “ser todo un hombre”: “tener destacadas cualidades varoniles, como el valor, la firmeza y la fuerza".
Un mundo de palabras que requiere un esfuerzo de precisión y de coherencia. Más que destacar lo que no sirve, deberían dedicar su empeño a abordar de una vez todo lo que falta.
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