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Tribuna
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Nadie sabe nada

En Davos, la economía mundial deja de ser un baile de disfraces para convertirse en un aquelarre a cara descubierta

Rafael Argullol

Desde hace tiempo soy un fiel seguidor del Foro Económico Mundial que se celebra cada año en Davos, Suiza. Reconozco que me fascina el hecho de que los que se consideran los poderosos del mundo se den cita puntual, cada temporada, para dar a conocer sus propuestas y opiniones. El resto del año casi todos los que viajan a Davos, a excepción de los políticos, permanecen agazapados en sus bancos, consejos de administración, fundaciones o cátedras, sin que se les ocurra ponerse demasiado bajo los focos. Sin embargo, de repente, en Davos los enmascarados se sacan las máscaras y la economía mundial deja de ser un baile de disfraces para convertirse en un aquelarre a cara descubierta, en el que se proclaman las cosas con alegre impunidad. Por unos días la hermandad davosiana crea un ceremonial casi sagrado —siempre, claro, en torno al Becerro de Oro— que, gracias a las informaciones periodísticas, adquiere resonancia planetaria. No hay, actualmente, otro lugar que aparente ser más importante y decisivo que el Foro de Davos. Las viejas organizaciones, con nombres un poco rancios, como las Naciones Unidas o la UNESCO, son patéticas sombras en comparación con una institución que realmente no representa a nadie —a ninguna sociedad, a ningún país— pero que, precisamente por esto, se permite la libertad de soltar, sin ningún pudor, verdades que parecen bravuconadas y bravuconadas que parecen verdades. En la fiesta de Davos se presentan juntos y revueltos políticos elegidos democráticamente, expertos intelectualmente reputados, banqueros de dudosa reputación y estafadores convictos; es decir, gentes que, habitualmente, procuran no mostrarse juntos y revueltos. Se tienen por un "mundo aparte" y, desde luego, desde hace años, consiguen que el mundo —el "mundo exterior"— se lo crea.

Algo debe de tener Davos, el singular rincón alpino, algo telúrico, algún encantamiento especial porque, como es bien sabido, el aquelarre actual, destinado a curar las enfermedades económicas de nuestra época, se desarrolla en el mismo lugar en que antes tenían que curarse las enfermedades del cuerpo. Que Thomas Mann situara su La Montaña Mágica en el lujoso balneario-sanatorio para tuberculosos de Davos puede entenderse, visto desde la actualidad, como una premonición de las posibilidades prodigiosas ofrecidas por Davos. En la novela de Mann el "mundo exterior" acaba siendo una mera abstracción para los protagonistas del "mundo aparte" instalado en Davos, considerado la auténtica realidad, con sus leyes, azares y certezas. En su extensa obra, Thomas Mann concentró las pulsiones del inicio del siglo XX en los perfiles de sus personajes, en las conversaciones entre Naphta y Settembrini, en el sortilegio que atenaza al protagonista, Hans Castorp, que sólo puede abandonar el "mundo aparte" de Davos, la montaña mágica, y volver al valle, a la vida, tras siete años de encantamiento. A la salida le espera la catástrofe: la Primera Guerra Mundial.

En el balneario suizo se codean políticos, jugadores, profetas y estafadores con toda naturalidad

Naturalmente el Davos actual está muy lejos de las sofisticaciones descritas por el escritor alemán y, a menudo, se le representa más próximo a la cueva de Ali Babá o a la Isla de la Tortuga que al refinado escenario de La Montaña Mágica. Pero algo de materia literaria tiene, aunque sea en su vertiente negra, cuando los cronistas enviados al Foro acostumbran a hacer excelentes e imaginativos trabajos. Si yo fuera editor reuniría las mejores de estas crónicas a lo largo de años con un título del estilo Davos: profetas y embaucadores. Tendríamos un perfecto resumen de nuestra incertidumbre actual a través de las sucesivas ediciones del aquelarre. De hecho, que yo recuerde, la profecía ha ido tan acompañada del embaucamiento que se haría difícil deslindar una del otro al hacer balance. Hasta hace relativamente poco en Davos se hacían apuestas muy favorables para nuestro futuro, mientras que ahora parece que la rueda de la fortuna nos es francamente desfavorable. Lo peculiar de este casino es que, cuando la bola cae en la casilla adecuada, la hermandad davosiana siempre forma parte del bando de los ganadores y, por el contrario, cuando se desplaza al número perdedor los participantes en la fiesta miran hacia otro lado o declaran que, en realidad, ellos no son más que los crupiers.

Claro que existe, ahí, una gran materia literaria, y muy posiblemente el propio Thomas Mann, al situar La Montaña Mágica a principios del siglo XXI, en lugar de hacerlo cien años antes, habría sustituido a sus sutiles tuberculosos por este variopinto conjunto humano en el que se codean políticos, jugadores, profetas y estafadores con una naturalidad digna de encomio. Los diversos géneros, desde la picaresca a la novela negra, pasando por los tratados de buenas costumbres, están maravillosamente representados. Tengo particular predilección por los filántropos de Davos, tipo George Soros, auténtico Doctor Jekyll y Mister Hide de las finanzas mundiales, que en cada edición es capaz de renovar sus buenas intenciones con respecto al futuro de la humanidad.

El héroe de este año, John Paulson, tiene un sexto sentido para adivinar  por donde irá el desastre

No obstante, debo reconocer, que la edición actual ha recogido las andanzas de un individuo, a quien yo no había oído nombrar pero que con toda seguridad es muy importante, que tiene decididos rasgos shakespearianos, entre el Mercader de Venecia y Macbeth, con un toque de Dostoievski y otro de Beckett. Nuestro héroe se llama John Paulson y, según es descrito, tiene un sexto sentido para adivinar por donde irá el desastre, y para apostar en consecuencia. Este visionario de las tinieblas ganó en 2007 3.700 millones de dólares al olerse la crisis de Wall Street y hurgar, a su favor, en la herida. Desde entonces tiene ganado el derecho de ser reconocido como profeta. Tengo entendido que las gentes se le acercan para preguntarle por el próximo hundimiento que pueda avecinarse, de modo, que al seguir sus consejos, el apocalipsis produzca buenos réditos. Qué gran personaje literario John Paulson, el hombre que convierte lo funesto en puro oro. Pero en su última aparición en Davos, acuciado por los creyentes, Paulson ha soltado algo mucho más importante que una profecía. Ha dicho textualmente: "Nadie sabe nada". El profeta, en una acción de modesto repliegue, se ha hecho filósofo. Imaginen que el ejemplo cunde y que la próxima edición del grandilocuente Foro de Davos se inaugure bajo el lema "Sólo sé que no sé nada".

Y quizá sería el lema justo. La misma semana en que leí la confesión del profeta Paulson escuché dos confesiones similares. Me encontré a un conocido catedrático de Economía, que durante años había estado explicando cómo funcionaban verdaderamente las cosas en cursos y tertulias. Dijo, más o menos, "nadie sabe nada". Y al día siguiente me topé con un compañero de colegio, ya espabilado en los años escolares y posteriormente un gran empresario en negocios internacionales. Comentó: "la verdad, chico, es que nadie sabe nada". No es que no lo sospechara viendo la actuación de los políticos, pero me lo acabó de confirmar esta triple confesión del profeta, del experto y del mercader. "Nadie sabe nada": ¿entonces cuál ha sido la auténtica función de tantos davos a lo largo de tantos años? Puede que, en efecto, todo se haya vuelto tan endiabladamente complejo que ya no sepamos nada. Aunque también podría alimentarse otra hipótesis menos inocente. ¿No será que los davos han servido, precisamente, para esto: para que, en plena indefensión, podamos escuchar "nadie sabe nada"? No puedo dar una respuesta a esta suposición. Lo que sí he constatado es que, en medio del general desconcierto, sea éste interesado o no, la filosofía ha adquirido gran importancia en ese mundo de los negocios en el que todos lo ignoran todo de todo. Esa fundación fraudulenta sin ánimo de lucro que está cada día en las páginas de los periódicos por sus maniobras corruptas lleva por nombre lo filosóficamente más elevado. Se llama ARETÉ. Virtud, en griego.

Rafael Argullol es escritor.

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