Un día pensado para la retina global
El corresponsal de EL PAÍS en Londres traza un relato personal, a pie de calle, de la boda real entre Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton
Ya que al final no ha llovido, a este cronista le apetece echarle una gotita de agua al vino de la euforia unánime en forma de lamento personal: en estas bodas, o se está en el altar o en la primera fila de invitados, o más vale quedarse en casa y verlo todo por televisión. A falta de invitación, mi lugar en la boda era la plaza de Trafalgar, con la intención de palpar el ambiente popular y seguir la ceremonia por alguna de las pantallas gigantes allí instaladas.
Mientras desde España me llegan comentarios emocionados sobre la belleza de la ceremonia o la hermosura de la música y los cánticos, o los detalles de los gestos y las ropas de los contrayentes, uno de los invitados me llama para comentarme sus impresiones: "Una organización extraordinaria, porque no es fácil mover de forma tan coordinada y precisa a 1.900 invitados", dice con admiración. "Pero la boda, lo que es la boda, era muy difícil seguirla. La abadía de Westminster es como es y, aunque yo estaba en un sitio muy bueno, apenas he podido seguir la ceremonia", se lamentaba este invitado.
A este cronista le ha pasado un poco lo mismo. La organización del evento callejero, formidable. Ningún agobio ni en el momento de viajar al centro de Londres ni siguiendo la ceremonia en la plaza de Trafalgar. ¿Por qué? Porque la policía restringió el acceso a la plaza. Había la suficiente gente como para que pareciera abarrotada y estaba lo bastante vacía como para moverse por ella con facilidad. Cabía muchísima más gente y no faltaban voluntarios para haberla llenado: mucho público se quedó fuera, siguiendo la ceremonia detrás de las barreras policiales que impedían su acceso a la plaza. Y, el que decidía irse, ya no podía volver a entrar.
El resultado es que el ambiente en la plaza era más bien tibio: la belleza del escenario en Westminster o la emoción de la música no llegan con la misma precisión y efecto que estando en la intimidad del salón de casa. Y la gente, en un día sin lluvia pero más bien gris y algo fresquito, lo ha seguido todo en un denso silencio sólo roto en los momentos cumbres. Sobre todo, nada raro en un país tan patriota, con el flamear de banderas al sonar el Dios Salve a la Reina y cuando los recién casados han cruzado el umbral de la abadía de Westminster, radiantes, para darse el esperado baño de multitudes. Aunque fueran multitudes controladas.
Nada de esto es gratuito o se ha dejado al azar. Al hacerlo así se cumplían los dos grandes objetivos de la jornada: limitar al máximo los riesgos desde el punto de vista de la seguridad y al mismo tiempo cumplir lo que de verdad importa: hacer lo más fotogénica posible una boda que está pensada, por encima de todo, para la retina global, para esos más de 2.000 millones de personas que dicen que la querían ver.
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