Cuando la alfombra es un Vermeer
En Madrid camino de Cáceres, donde inaugura una exposición en la nueva galería Casa sin fin (Kiesler al fondo), el fotógrafo Joan Fontcuberta habla de su experiencia como profesor en Harvard (él, discreto, dice “una universidad americana”) que está en el origen de la pieza que va a mostrar en Extremadura: “Quise analizar Blow Up, la película de Antonioni, con los estudiantes y cuando pedí una copia me enteré de que la universidad tenía una copia en celuloide”. Lo mismo pasaba con la fotografía. Pedía una de Stieglitz al archivo y en lugar de un jpg los de la universidad aparecían con una copia de época. Una sesión del curso consistió en congelar el fotograma del cadáver entrevisto en el parque londinense que aparece en el filme. Llegaba entonces la pregunta de Fontcuberta, que cambiaba a medida que ampliaba la imagen: ¿Qué ven ahí? Un parque. Ampliación: Unos matorrales. Ampliación: Un cuerpo entre los matorrales. Ampliación: Un cadáver. Ampliación: La cabeza de un hombre. Ampliación: Una pintura abstracta. La mayoría de la gente “necesitaba” ver algo identificable. La respuesta “una mancha borrosa” producía demasiada inseguridad. A esa “urbanización” de la mirada dedica Félix de Azúa su último libro, Autobiografía sin vida (Mondadori), una particular historia de las imágenes –del arte rupestre a la Documenta de Kassel pasando por los crucifijos, las catedrales góticas y los desastres de la guerra de Goya- que se remonta al momento en que la efímeras cosas de la vida real se convirtieron en signos eternos del gran Arte.
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