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Columna
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No nos lo merecemos

Hubo un tiempo en que del Tribunal Constitucional sólo nos interesaban las sentencias. Era la época en la que, como españoles, vivíamos confiados en la calidad de nuestras instituciones fundamentales, y el Tribunal Constitucional no era una excepción. Desempeñaba la delicada tarea de controlar la regularidad constitucional de las normas que eran sometidas a su consideración, y lo hacía sin que sus magistrados dieran que hablar. Tenían, además de las atribuciones conferidas por el ordenamiento, nuestra confianza, por el mero hecho de pertenecer al Tribunal Constitucional. Dábamos por supuesto que sabrían encauzar sus preferencias políticas en el rigor del razonamiento jurídico, y que acomodaban el ritmo de su trabajo a la importancia de los asuntos. Desgraciadamente, hoy no podemos decir lo mismo.

El Tribunal Constitucional ha sido incapaz de hacer su trabajo. El Estatuto de Cataluña está en sus manos, donde lo han llevado diversos recursos de inconstitucionalidad. Sobre las mesas de los magistrados reposa un texto avalado por la mayoría de las Cortes Generales, el único órgano constitucional que representa al pueblo soberano; por si eso fuera poco, el texto fue ratificado en referéndum por los votantes catalanes. Ni el perfil jurídico de la norma, ni su importancia política han resultado estímulos suficientes para cumplir con su deber de una vez, y dictar sentencia.

La sentencia tiene que resolver, sobre todo, el alcance del derecho a la autonomía que recoge la Constitución en su artículo 2. La tardanza del Tribunal ha permitido que se instale en una parte de la opinión la idea de que los magistrados, salvo el recusado, coinciden en que una parte sustancial del Estatuto es inconstitucional, y que la discusión versa sobre el alcance del tijeretazo. La pena antes que la sentencia: en Alicia en el país de las maravillas, la Reina de Corazones exige eso, pero el mundo del derecho, y de los derechos, reclama argumentos. Más aún cuando el Estatuto, desde el punto de vista jurídico es plenamente constitucional, y así debe ser considerado, hasta que una sentencia declare la inconstitucionalidad de alguno de sus preceptos.

El lector conoce la peculiar situación de algunos miembros del tribunal: prorrogados en sus puestos. Resulta ahora que uno de ellos, que debería haber cesado en 2007, ha recibido el encargo de redactar un nuevo borrador de sentencia. A estas alturas, debería importar poco o nada si el ponente es conservador o progresista, centralista o muy centralista: lo que debería preocupar es no perjudicar más el prestigio del Tribunal Constitucional, ya suficientemente mermado por su ineficacia. Y es que, a pesar de todo, necesitamos un Tribunal Constitucional, porque es imprescindible para imponer la supremacía de la Constitución. El ejercicio de esa peculiar función jurisdiccional exige, además de conocimientos jurídicos, una elevada dosis de sentido común. Los jueces constitucionales pueden llegar a anular normas que representan la voluntad de una mayoría de los ciudadanos, y deben hacerlo si contravienen la Constitución, garantía de que las mayorías no lo pueden todo. La prudencia de su actuación hace aceptable su tarea.

La ineficacia del tribunal va pesando cada vez sobre el prestigio indispensable que requiere su tarea. No nos la merecemos. Ellos deben llegar a un acuerdo, para así dar el ejemplo de que el derecho sirve para superar peligrosas divisiones entre españoles, que algunos irresponsables han atizado.

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