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CENTROS EDUCATIVOS
Tribuna
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¿Hemos terminado el curso escolar siendo un poco más racistas?

El histórico cambio de tendencia en los flujos migratorios no ha conllevado un reparto igualitario de alumnado entre centros públicos y privados, absorbiendo los primeros a su mayoría

Un colegio público en Barcelona.
Un colegio público en Barcelona.Gianluca Battista

Hace un par de meses Javier Milei, en una especie de guerra fría contra el gobierno de España, lanzaba un comunicado donde espetaba que el ejecutivo nacional “ha puesto en riesgo a las mujeres españolas permitiendo la inmigración ilegal de quienes atentan contra su integridad física”.

Las posiciones de determinados medios de comunicación, la difusión masiva en redes y la política neofascista que se expande por todos los rincones han desvirtuado el asunto de la migración internacional, cuando este fenómeno afecta sólo a un 3% de la población del planeta, como recuerda el sociólogo Hein de Haas en Los mitos de la inmigración (Península, 2024). Muchas fuentes de información alimentan la idea de un planeta en emergencia por un éxodo masivo de personas con tintes bíblicos, cuando la realidad con datos nos dice que será más o menos preocupante según de qué contexto estamos hablando.

Con respecto a épocas pasadas, es cierto que la Europa actual se ha convertido en fuente receptora de movimientos migratorios. Aquí sí que ha ocurrido un gran cambio, fruto de desigualdades mundiales estructurales, las mismas que nos llevaron en el pasado a una migración a la inversa, del viejo continente a Latinoamérica.

Nuestra mirada eurocéntrica nos ha llevado, sin embargo, a una radicalización del debate sobre la inmigración, en una especie de disputa polarizada Norte-Sur o Este-Oeste. En ella, el verdadero problema es la posición occidentalista de que la fuente de desdichas y miseria no la trae el migrante, sino el migrante no blanco y pobre. Un inmigrante estereotipado que, además, no se adapta supuestamente ni a nuestra cultura ni a nuestra lengua, como aquel hilarante personaje comunista de la película Uno, dos, tres (1961), de Billy Wilder, sometido a un proceso de adiestramiento hasta convertirse a los requerimientos del imperio capitalista occidental.

Nuestras aulas son una fuente de convivencia intercultural. Se configuran como receptáculos de disparidades sociales que nos llevan a buscar matices a cada sentencia vertida sobre la inmigración, en el continuo juicio popular que vivimos. A pesar de que la diversidad y las relaciones entre personas enriquecen y cohesionan las comunidades —también educativas—, la viralización del lenguaje antiinmigración llega a las mentalidades de los jóvenes actuales a través de su alta exposición a vídeos cortos repletos de fakes. Es ahí cuando se produce aquello que ya anunciaba Eduardo Galeano en pleno esplendor de la industria televisiva: “la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra y nada ocurre si la televisión no lo muestra”.

A pesar de los intentos de las compañías por limitar los tiempos de uso, los estudios alertan de que, de media, los adolescentes pasan cerca de dos horas al día viendo vídeos de Tiktok. Si cada vídeo corto durase treinta segundos, podríamos calcular que un menor de edad consumiría más de doscientos mensajes audiovisuales diarios de diverso contenido, con el influjo algorítmico que ello supone para sucumbir ante ideas racistas que incitan el discurso de odio. La situación no es muy diferente en el público adulto, rendido ante las sensaciones negativas que atraen los titulares e imágenes más llamativas.

Con todo ello, introducir la mentalidad descolonial y antisupremacista en la enseñanza no es tarea sencilla. Tampoco ayudan unos planes de estudio construidos de forma histórica desde una posición etnocéntrica. Además, la escuela segrega desde la configuración de mapas de distribución de centros para crear entornos donde hay infrarrepresentación migrante y otros con justo lo contrario; en ambos casos, sostenidos con fondos públicos, lo cual es sangrante.

El histórico cambio de tendencia en los flujos migratorios no ha conllevado un reparto igualitario de alumnado entre centros públicos y privados, absorbiendo los primeros a su mayoría. La riqueza étnica y cultural que esto puede conllevar no se corresponde con las precarias políticas basadas en la equidad que reciben aquellos centros que suman a su alta complejidad la inevitable consecuencia de que tengan más huecos libres para matricular estudiantes recién llegados durante un curso: en unas ratios más bajas, habrá más posibilidad de que sea escolarizada mayor cantidad de alumnado inmigrante.

Todo ello me lleva a preguntarme inevitablemente sobre si hemos acabado el curso siendo un poco más racistas. No solo por no haber sido capaces de frenar el diluvio de (des)información al que están sometidos nuestros jóvenes en una convulsa aldea digital ante la que no podemos permanecer al margen. Creo que no hemos estado a la altura porque seguimos sin entender la magnitud de las consecuencias de la mirada colonial sobre el sistema, una mirada que lo impregna todo. Tampoco se puede decir que nos haya cogido de sorpresa el latente problema de la escolarización de chavales inmigrantes llegados en pateras a Canarias, por mucho que este año se haya agudizado una situación que no es nueva pero que, por su magnitud, ha destapado las vergüenzas de la Ley de Extranjería.

La necesaria revisión que vengo a defender pasa también por una reorganización de las prácticas escolares que en muchos casos no ha logrado darse. En Sobreviviendo al siglo XXI (Debate, 2023), el activista mexicano Saúl Alvidrez logró unir en una conversación a José Mujica y a Noam Chomsky. En uno de los momentos de la entrevista, Chomsky cuenta que hace no mucho visitó una escuela de primaria en Arizona con alto índice de población migrante mexicana, así como elevados porcentajes de absentismo y problemática en el pasado. Un programa que introducía huertos y crías de animales en sus secuencias didácticas, con un modelo pedagógico y organizativo en el que los niños aplicaban estudios científicos a una organización comunitaria de cosechas, logró bajar las tasas de deserción y la conflictividad del colegio a mínimos.

¿Son estas prácticas habituales en la preponderante forma de entender la enseñanza en nuestras escuelas? ¿Nuestros centros escolares pueden ser lo suficientemente autónomos para organizarse en torno a este tipo de estrategias, o todo está encorsetado en un modelo burocratizado en el que resulta casi imposible salirse de la norma imperante?

No, la inmigración no es el problema, por mucho que nos repitan esa narrativa las voces más mediáticas, como tampoco es la solución. Simplemente es una condición humana que caracteriza histórica y culturalmente la evolución de nuestras sociedades y, por ende, la composición de nuestras escuelas. Una condición a la que no hemos sabido dar respuesta.

En definitiva, homogeneizar centros y aulas mediante estrategias segregadoras que hacen invisibles o separan a quienes son considerados menos por su diferencias nos hace un poquito más racistas. Junto a otras prácticas heredadas, allana el camino a posiciones reaccionarias cuyo discurso hipócrita tienta a los más jóvenes en internet, a la vez que muchos seguimos deseando que fecunde otra sensibilidad transformadora, la misma que anunciaba García Lorca en sus versos de Poeta en Nueva York, hace pronto cien años: “que un niño negro anuncie a los blancos del oro / la llegada del reino de la espiga”.

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