De Sócrates a ChatGPT
Maestros y profesores tendrán que ponerse a la altura de la ‘ciborgdocencia’, la colaboración de personas y algoritmos
Es bien conocido el rechazo de la escritura por Sócrates, que explica Platón en Fedro: devaluará la memoria y dará una mera apariencia de sabiduría. Sobra razón a quienes ven ahí el primer caso de rechazo de una tecnología de la información y la comunicación (la escritura) por un educador que ha aprendido y ejercido en otra (la lengua hablada). Sabemos de dieciocho discípulos de Sócrates y es probable que no fueran más, o apenas, en más de dos decenios de magisterio ―la ratio que tantos querrían… y para toda una vida―. Por fortuna la escritura, la imprenta, los medios electrónicos audiovisuales y la digitalización, cada ola a su turno, revolucionaron el registro y transmisión de la información y, con ello, la educación: la escritura trajo las escuelas que por dos milenios alimentarían los oficios letrados y la imprenta posibilitó una escolarización masiva, casi universal; no obstante, los audiovisuales, que llegarían al último rincón de la tierra, no lograron asentarse en las aulas.
Pero Sócrates explica algo más: la escritura es como la pintura, no responde, no te hace caso, no dialoga; en la jerga de hoy, no es personalizada, no retroalimenta, no es adaptativa. Escritura e imprenta promovieron la escuela, sí, pero hicieron cada vez más unilaterales, transmisivos y pasivos el aprendizaje y la educación. Al contrario que el habla, la escritura requiere un aprendizaje antinatural y laborioso que ha sido secularmente disciplinario; el libro de texto articuló con su correlato oral, la lección, la enseñanza frontal, transmisiva, unidireccional, serial, industrial; el cine, la radio y la televisión, tan atractivos en otros contextos, llevarían al paroxismo la unilateralidad y la rigidez en la comunicación, razón fundamental por la que nunca pudieron encajar en las rutinas ya establecidas de la escuela (digitalizados, empiezan a ser otra cosa).
Esta interactividad perdida es el santo grial que la tecnología promete a la educación hace ya un siglo, desde la enseñanza programada de Thorndike a la tutorización inteligente de nuestros días, pasando por la máquina de evaluar de Pressey, las de enseñar de Skinner y Crowder, la enseñanza automatizada en PLATO, la instrucción asistida por ordenador (CAI), etc., pero nunca pudo ir más allá de una limitada modulación o diferenciación del plan docente.
La transformación digital lo cambia todo. Ya no se trata de logos, legos, sims o kahoots, menos aún de una ofimática mimética (procesadores de texto, hojas de cálculo y presentaciones), sino de dos fuerzas arrolladoras. Una, ya imperante, es el potente y versátil artilugio digital, la trinidad formada por el dispositivo personal (móvil, tableta, portátil), el software incluido que replica (metamedio) y conecta (hipermedia) todos los medios presentes y futuros (infinitamente más y mejor que el códice, anterior soporte del libro y de nada más) y la conectividad ubicua que, además, todo lo escala: este artilugio ya hace o facilita absolutamente todo lo que anteriores instrumentos escolares, mejor y más barato, y añade mucho de lo que faltaba y lo que vendrá.
Quizá lo más importante que faltaba fuera el diálogo, y eso es justo lo que ya trae la nueva fuerza que irrumpe, la inteligencia artificial (IA), aun con todos sus límites y sus riesgos. ChatGPT, la sensación de la temporada, es la combinación de un gran modelo de lenguaje (GPT4) capaz de conversar a un nivel muy razonable sobre cualquier asunto (más aún sobre un contenido escolar) y un interfaz de usuario muy sencillo e intuitivo (Chat), al alcance de un niño. No tardaremos en ver adaptaciones al entorno escolar con filtro de contenidos, interfaz más universal (verbal, gráfico…), adaptación al nivel, integración en entornos virtuales, supervisión ágil y sencilla por el profesor, etc. La IA no sustituirá en ningún caso al docente en su empleo, pero sí que lo hará en muchas de sus tareas, y lo hará mejor, siempre que aquél siga en el puesto de mando.
Patrick Suppes, quien fuera profesor de filosofía en Stanford y uno de los promotores más exitosos de la instrucción asistida por ordenador en los sesenta, prometía un futuro en el que habría un Aristóteles (tutor) para cada Alejandro (pupilo), si bien sus programas no hacían más que seleccionar ejercicios para el usuario. ChatGPT no es Aristóteles, ni lo va a ser nada en su estela, aunque su formalismo lo situaría más cerca de este que de Sócrates; por otro lado, su afán por responder incluso cuando no sabe y sus frecuentes alucinaciones lo ubicarían, más bien, entre los sofistas o los tertulianos. Pero la mayor parte de lo que dice tiene sentido y es un gran conversador, o quizá debiera decir un gran charlatán. No pocos profesores con cierto nivel de competencia digital podrían ya desplegarlo en sus aulas y tal vez lo hagan, y para el resto no tardarán en aparecer versiones más amistosas y confiables.
No quepa duda de que muchos jóvenes, adolescentes y niños, por sí y con el apoyo de sus familias, aprovecharán esta oportunidad de sostener, ampliar y reforzar su aprendizaje fuera de la escuela, sea para esta o al margen de esta, lo mismo que muchos profesores lo harán para aliviar su trabajo profesional en unos casos y mejorarlo en otros. Pero, cuanto más abierto y potente es un medio, más oportunidades de crecimiento y más riesgos de desigualdad traerá a la vez. Por eso, para muchos alumnos, el acompañamiento escolar en ello no será otro apoyo sino el único.
Los más vulnerables
En todo caso, la expansión de la IA fuera de la escuela es ya imparable (como lo está siendo en el trabajo de muchos profesores y alumnos fuera del aula), con todas sus promesas y todos sus riesgos, estos en especial para la ciudadanía y para el empleo. Privar a los alumnos de la literacia necesaria para desenvolverse en un mundo con IA sería como negarles la educación vial imprescindible para moverse en la ciudad ―con la diferencia de que toda familia sabe ofrecer conciencia vial, pero no competencia digital―. La escuela, y por tanto el profesorado, tienen de nuevo una responsabilidad general, pero ante todo con los más vulnerables, tanto en la alfabetización digital básica para una vida autónoma y digna como en su preparación para un mundo del trabajo que ya se está viendo profundamente afectado. La institución, concebida antes como un santuario, jugó a ser una jaula de Faraday a resguardo de los medios audiovisuales de masas, pero ésa ya no es una opción.
Todo esto altera de forma radical las coordenadas de la docencia. En primer lugar, maestros y profesores tendrán que ponerse a la altura de la ciborgdocencia, es decir, dispuestos a la colaboración de personas y algoritmos, o máquinas, en espacios y actividades diversos. Dadas la desigual competencia digital de los docentes, la amplitud de las competencias pertinentes y el rápido ritmo de cambio, habrán de disponerse también a la codocencia, o sea, a la colaboración de varios profesores en espacios y actividades compartidos, ya deseable en sí pero necesaria, ante todo, para reunir suficiente capital profesional. Ambas dimensiones de colaboración pueden verse, junto con las tecnologías apuntadas, como instrumentos para una inteligencia aumentada de la profesión. Por último, con el ritmo exponencial que ya alcanza el cambio no cabe dudar de la intensa necesidad del aprendizaje y el desarrollo profesional docente a lo largo de la vida. Quien buscara en la docencia una misión, un desafío o simplemente emociones, los tendrá; pero, si alguien vino buscando una vida muelle (eufemismo: calidad de vida), haría mejor en buscarla en otro sitio.
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