¿Por qué hay tantas universidades privadas?
Son varias las razones, pero la central es que la oferta de la pública se queda corta
La universidad pública española es bastante buena en generar y transferir conocimiento. Eso, unido a que sus precios públicos son imbatibles y al importante número de becas —que hacen que el primer año sea prácticamente gratis— la convierte en una de las joyas del estado social y de derecho que consagra nuestra constitución. ¿Por qué entonces hay entonces tantas universidades privadas? Hay varias razones, pero la central es que la oferta de la pública se queda corta.
Un número de plazas limitado artificialmente ha creado un nicho de mercado. Si uno tiene como vocación ser médico, y no puede estudiarlo en la pública, es lógico que quiera irse a la privada y que incluso pida créditos al banco para financiar su ilusión. Sucede lo mismo con los dobles grados de, por ejemplo, Física y Matemáticas, muy selectivos, y en los que por consiguiente encontramos a estudiantes de matrícula de honor. Si sólo hay 20 plazas de esa titulación en la universidad pública acabamos con alumnos de sobresaliente que no pueden acceder a unos estudios que pueden ser el sueño de su vida.
Hay que abrir las titulaciones con una oferta de asignaturas muy flexible
Este cuello de botella es estructural, pero tiene arreglo. Uno difícil, pero no imposible si tanto las administraciones como las universidades se ponen de acuerdo en trazar itinerarios que contribuyan a ir encauzando vocaciones. La idea central es que todo el mundo pueda acabar estudiando lo que quiera en la universidad pública. Para ello hay que abrir las titulaciones con una oferta de asignaturas muy flexible, e ir canalizando los intereses —cambiantes— de los estudiantes hacia la construcción de un currículum de diseño que puede llegar a ser bastante singular, en la línea de las universidades angloamericanas y sus majors. Una virtud añadida de esta filosofía es que introduce singularidad en los currículums, diferenciándolos y mejorando la empleabilidad de los egresados. Implantar un sistema como ese requiere vencer no pocas inercias históricas, y requiere mucha negociación interna, pero las razones que motivan la necesidad del cambio hacerlo lo merecen. Se trata de no truncar vocaciones, abrir la universidad a todos sin importar sus medios económicos, y adaptarse a nuevas realidades en las que la formación generalista vuelve a ser una ventaja. Es, además, un buen momento para introducir novedades, ahora que las comunidades autónomas tienen que legislar sobre la LOSU y las universidades modificar sus estatutos.
No sería honesto introducir este debate en nuestros campus soslayando el hecho de que hay otra razón para que las universidades privadas estén creciendo como setas. No tiene que ver con que sean mejores en docencia e investigación. Su prestigio académico, salvo en un caso, es muy discutible. A las clasificaciones hay que hacerles el caso justo, pero el hecho es que sólo hay una privada española entre las 800 mejores universidades del mundo. La razón de su popularidad es otra: ofrecen un camino fácil y sin complicaciones a conseguir un título oficial que permita ejercer. Sus tasas de eficiencia, el cociente entre el número de estudiantes que entran y los que se gradúan, es muy alta lo que quiere decir que la inmensa mayoría de los estudiantes van a curso por año. Se argüirá que esto se puede conseguir con una docencia excelente. Sin duda. Pero el camino no suele ser ese, sino una rebaja en la exigencia, sobre todo teniendo en cuenta que el mercado de las privadas suele ser el de estudiantes que no pudieron entrar en la pública porque no les daba la nota. A esto se añade una estrategia de márquetin sobre una garantía de empleo al acabar la carrera que se apoya más en prácticas mal remuneradas que en introducir realmente en el mercado laboral a alguien sin contactos previos.
El lector se preguntará cuántas universidades públicas están entre las mejores 800 del mundo. La respuesta es 26, incluyendo la nuestra.
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