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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Educación, burocracia y espectáculo

El centro docente que funciona, hoy día, según los parámetros oficiales y ortodoxos, es el que ha construido una buena web y aporta imágenes de entusiasmo, higiene y creatividad

Andreu Navarra
Una alumna utiliza una aplicación en su móvil.
Una alumna utiliza una aplicación en su móvil.Monica Torres

Publicado en 1967, La sociedad del espectáculo de Guy Debord puede aportarnos muchas pistas sobre lo que está ocurriendo en el mundo de la educación actualmente. Por ejemplo, cuando Debord escribe que “lo que se representa como la vida real se revela simplemente como la vida más realmente espectacular”, lo que podemos deducir es que la educación “buena” o “aceptable” de hoy es la más espectacular, no la más pedagógica. El sistema educativo ha olvidado que debe servir para que los jóvenes aprendan sobre idiomas, literaturas y ciencias, para que puedan controlar sus vidas y construírselas con un grado suficiente de autonomía. Ha optado por el camino ortodoxo de controlar cómo ha de sentirse, qué ha de comprar, qué ha de pensar y sentir y cómo ha de nutrir a las grandes compañías tecnológicas de su materia prima principal, que son sus propios datos. Debord nos enseñó a entender de qué forma vendiendo su cuerpo y su “tiempo consumible” se había constituido la sociedad del espectáculo: por lo tanto, puede enseñarnos a entender la revolución digital como la conversión absoluta de todo el tiempo, incluido el lectivo, en pura mercancía.

Nuestro sistema público está en transformación: de ser un espacio de promoción social y adquisición de saber, se va volviendo progresivamente, y merced a presiones exteriores, en una fábrica de datos, imágenes y programaciones comercializables. Debord escribía, en 1967: “La integración en el sistema debe recomponer a los mismos individuos a quienes aísla en cuanto individuos, debe mantenerles aislados y juntos: tanto las fábricas como los centros culturales, tanto los lugares de vacaciones como las “grandes superficies” se organizan espacialmente de cara a los fines de esta seudocolectividad que acompaña también al individuo aislado en su célula familiar; el uso generalizado de receptores del mensaje espectacular hace que su aislamiento esté habituado por imágenes dominantes, imágenes que sólo adquieren su pleno poder gracias a ese aislamiento.” No nos resulta muy difícil entender a los centros docentes como un nuevo campo abandonado al consumo global. Ese alumno retenido en un redil público, pero atomizado a través de su teléfono, es hoy la imagen más habitual, contra la cual estamos muy lejos de saber o poder reaccionar. La multiplicación de pantallas, operada a través de argumentos didácticos falsos, no es más que la implementación de estudios de mercado empresariales. Las compañías se quedan con el dinero de la instrucción pública, y lo que sale de las pizarras digitales, ordenadores de aula y gamificaciones es pura espectacularidad: canónica, vigilante, seductora, necesitada de espectadores pasivos y de individuos inconscientes de sí mismos.

El centro docente que funciona, hoy en día, según los parámetros oficiales y ortodoxos, es el centro docente que ha construido una buena web, y que aporta imágenes de entusiasmo, higiene y creatividad. Tanto da que, en realidad, ese centro arrastre problemas gravísimos de convivencia o que ya prácticamente nadie aprenda nada en él: sólo se valora a los centros por la autocomplacencia que son capaces de producir.

Los centros docentes son centros de irradiación de espectáculo público. No estamos educando, estamos deshumanizando, burocratizando y objetivando a nuestra juventud, cuando vendiéndolo. Si los centros aportan imágenes de diversidad, felicidad y belleza canónica, reciben bendiciones y subvenciones del Estado. El aguafiestas que se atreva a señalar la realidad, es un hereje. Por ese motivo, entre otros, nos encontramos ante una dictadura pseudoeducativa. No hemos de caer en el abuso de hablar de totalitarismo actual, pero sí cabe hablar de dictadura cuando cualquier alternativa, cuando el instinto democrático más básico debería hacernos comprender que el único camino liberador en una democracia es la creación y la extensión de conocimiento poderoso, en lugar de la creación y la expansión de las imágenes autocomplacientes totalmente falsas. Cabe hablar de dictadura cuando se silencia cualquier tipo de diversificación didáctica, objeción ilustrada o democratizante; la trasformación draconiana no puede detenerse: es el nuevo Ángel de la Historia de Walter Benjamin.

Ningún político se atreve a ser impopular y empezar a pensar cómo dignifica e informa a su ciudadanía. Resulta mucho más cómodo y rápido continuar con el tsunami uniformizador, continuar utilizando el rodillo burocrático para ponerse medallas y maquillar las estadísticas. A falta de una red social moderna y dinámica, se crea un paraíso artificial y virtual de completa felicidad pedagógica, olvidando a las personas en su absoluta intemperie y menesterosidad intelectual. Una menesterosidad decretada por nosotros mismos, una clase adulta que ha perdido completamente el respeto a los valores de un sistema mínimamente liberal.

¿Cómo hemos podido permitir que se instalara este extremismo mercantil en nuestro sector público? Cuesta de creer que nuestra deserción haya alcanzado un estado tan avanzado de inercia y servilismo.

Las últimas leyes educativas aprobadas por nuestras Cortes no son más que eso: implementaciones de control social a través de las nuevas tecnologías, cuando no la escenificación de un conflicto político que no existe, porque ningún partido propone otra cosa que o sea el transhumanismo tecnológico y la generalización de la imaginería espectacular. No importa cuánto sufrimiento produzcan estas políticas liquidacionistas. La nueva pedagogía es una fake new. La cuestión es ser feliz abandonándonos a las nuevas religiones emotivistas. Los llamados “expertos” o gurús no son más que responsables de relaciones públicas de las compañías que desean moldear el ocio de nuestra juventud a su completa conveniencia. Nuestra clase política, en lugar de salvaguardar la libertad de nuestros futuros ciudadanos aportando una alternativa cultural e informada, humanística y crítica, entrega a nuestros menores al gran festín de las experimentaciones sociológicas, en nombre de un Progreso que, como en los años 40, toma el aspecto de una Naturaleza arrolladora.

Escribía Debord, en 1967: “La condición previa para elevar a los trabajadores al estatuto de productores y consumidores “libres” del tiempo-mercancía fue la expropiación violenta de su tiempo”. Nuestro sistema educativo está convirtiendo a nuestros jóvenes en ciberproletariado a la fuerza, en una clase subalterna de vendedores de sí mismos a través de redes sociales virtuales, de cuyo control mental será casi imposible escapar. Debord se enfrentaba a los fenómenos de la televisión y las vacaciones banalizadas, al cambio del tiempo de calidad por los sucedáneos industriales de consumo. Nuestro enemigo es aún más difícil de localizar: lo llevamos en el bolsillo, tiene un poder de captación espectacular mucho más sofisticado que una programación idiotizante de televisión o la producción en masa de paisajes impuestos. El enemigo ni siquiera tiene mucho que ver con el aparatito que vehicula todo este crecimiento de la dimensión espectacular de la vida humana subalterna: lo más preocupante es la docilidad con la que los adultos nos hemos sometido a los nuevos dioses, la hipocresía con la que hemos asegurado y garantizado qué clase de angustioso futuro espera a nuestra juventud.

Las clases burocráticas robaban su tiempo vital a los trabajadores en los años sesenta; nosotros hemos hecho algo mucho más grave cuarenta años después: robar a nuestros menores su infancia, encauzar su juventud, sus sueños y aspiraciones, imponerles gustos, indumentarias y capacidades intelectuales, pensando que aceptarán nuestras tutelas de buen grado, sin hacernos preguntas. Pero no contaban con que aún existen los profesores, y las expresiones libres y autónomas. Aún no nos han sustituido. Lo que hace falta es que se organice la única alternativa democrática posible: la que tiene al conocimiento poderoso como eje, y como divisa el difícil camino de la autonomía de criterio, la información veraz y el pensamiento ilustrado.

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