Desconcertada
Las buenas familias colocan lazos naranjas para perpetuar desigualdades nacionalcatólicas y bancarias, mientras que las familias buenas educamos a nuestra infancia en el hedonismo del baile, el laicismo y la poesía


No, ya lo dije, nunca me dieron paga semanal. Sería por ese puritanismo de la izquierda hacia el trato promiscuo entre infancia y dinero. Incluso en condiciones extremas, niños y niñas tienen derecho a fantasear y a aburrirse. Por exceso de tiempo y defecto de cosas. Divertirse con un palo —idea para Reyes— es una excelente actividad. En casa tampoco les gustaba que jugase al Monopoly ni mi vocación de cajera de supermercado. No querían que me convirtiese en una niñita que hacía cuentas de la vieja y pasaba la hucha del cerdo a las visitas. Había una desconfianza hacia la riqueza que, habida de cuenta de las lluvias de las que veníamos —Franco, Franco, Franco, pazo de Meirás, joyas de La Collares, aparcamientos, latrocinio, pagos en especie por los servicios prestados al aguilucho—, era legítima y se acentuó con el advenimiento de la España del liderazgo, empresarial y emprendedora, de carreras dobles en universidades privadas, masters en business y te lo juro por Snoopy. En mis aventis salían odaliscas y arqueros, y siete novias para siete hermanos. No era políticamente correcto ni feminista —rapto de las Sabinas, deseo forzado y cada oveja con su pareja—, pero a mí lo que me fascinaba era la comedia musical. No tengo hijas, pero si las tuviera, haríamos un cinefórum sobre Siete novias para siete hermanos. Desde la perspectiva erótica y coreográfica. Simultáneamente. Así de plasta sería yo como madre. Menos mal que mis hijas son nombres que no he puesto y ahora escucho a todas horas —Vera, Violeta, Valeria, Valentina—.
Las familias socialcomunistas de clase media —¡culpables!— eran relajadas para la educación de su prole. No estaban todo el día machacando con la conciencia de clase ni el materialismo dialéctico. No nos obligaban a memorizar aquel texto —buenísimo, oye— que comienza con “Un fantasma recorre Europa…”. Nos llevaban a la pública y allí nos dejaban en manos de doña Encarnita, una beatona, o de Magdalena, que dulcemente nos instruía en la teoría de conjuntos. Filtrábamos lo plural y variopinto. Comíamos lentejas en el comedor. Yo no quiero ser una columnista humanista —quiero ser punk—, pero mi educación me ha desactivado la rabia y me bloqueo ante los ancianitos que quieren fusilar a 26 millones de hijos de puta. No sé si darme golpes por mi incapacidad o sentirme orgullosa. Sin embargo, si a usted le inquieta que sus herederos alternen con hijas de camareras y desea que los eduquen con fe, disciplina militar y temarios de “Santiago y cierra España”, es decir, si usted apuesta —verbo fenomenal— por una educación contrademocrática, páguela. Las buenas familias de siempre luchan por la libertad de educar a sus vástagos en la caridad cristiana y el concepto endocrino del hombre bueno y blanco, en la teoría de peras y manzanas, y el pan con el que los mejores especulan gracias a su listura para obtener pingües beneficios a costa de la fragilidad ajena, la ética del pez grande que se come al pequeño. Las buenas familias colocan lazos naranjas para perpetuar desigualdades nacionalcatólicas y bancarias, mientras que las familias buenas o los contubernios poliamorosos socialcomunistas de allegados y allegadas que confraternizan o consororizan, cargándose imaginativamente el léxico del español, educamos a nuestra infancia en el hedonismo del baile, el laicismo y la poesía. A por uvas y sin catecismo rojo. Desconcertadas, pero de verdad.
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