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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El consenso que piden y no dan

Las protestas no han de hacer olvidar la urgencia de dejar atrás la Lomce, una ley tan regresiva que ni el Gobierno que la promovió se atrevió a aplicarla en su totalidad

Manifestantes contra la 'ley Celaá', ante la Puerta de Alcalá (Madrid), este domingo.
Manifestantes contra la 'ley Celaá', ante la Puerta de Alcalá (Madrid), este domingo.SANTI BURGOS
Milagros Pérez Oliva

El sistema educativo parece abocado a convertirse de nuevo en un campo de batalla. La bronca con la que se cerró la votación de la nueva ley de Educación, la Lomloe, y las protestas convocadas por los colegios concertados auguran una aplicación conflictiva. Pero el ruido no ha de hacer olvidar la urgencia de dejar atrás el desaguisado de la Lomce, una ley tan regresiva e incongruente que ni el Gobierno que la promovió se atrevió a aplicarla en su totalidad. Primero cayeron las reválidas, luego los itinerarios que pretendían segregar a los alumnos en cuarto de la ESO en función del rendimiento y nunca se aplicó tampoco la clasificación de los centros según los resultados, un sistema pensado para favorecer a los centros privados concertados. Si todos los colegios asumieran las mismas cargas sociales, no habría ningún problema en publicitar las notas, pero en el actual marco de reparto desigual, el resultado sería la estigmatización de aquellos colegios públicos que, por su ubicación y entorno social, asumen mayor proporción de alumnos con necesidades educativas especiales.

El PP critica ahora que no se haya llegado a un consenso, pero la Lomce fue aprobada con los únicos votos de sus diputados y entonces no le pareció mal. La Lomloe cuenta con el apoyo de siete formaciones políticas y aunque la votación fue ajustada, tiene toda la legitimidad. El consenso siempre es deseable, por supuesto, pero tampoco podemos caer en la trampa de quienes dicen buscar el acuerdo pero no están dispuestos a concederlo.

Resulta muy difícil consensuar una ley educativa con quienes hacen seguidismo de la parte más retrógrada de la Iglesia católica y que a la hora de negociar ponen condiciones tan regresivas que aceptar un término medio supondría imponer a la mayoría las exigencias particulares de una minoría. Exigencias tan caducas como eliminar la educación sexual o que la Religión sea una asignatura evaluable. Resulta también muy difícil el consenso cuando el precio que se pide es una regulación que debilita a la red pública de enseñanza en favor de la red privada confesional, reforzando y perpetuando así su capacidad de condicionar la política educativa.

La historia de las sucesivas reformas educativas de la etapa democrática no es, contra lo que se quiere hacer ver, pendular. Lo que emerge es un patrón de avances progresivos para adaptar la normativa a los estándares europeos y a las necesidades de una sociedad en constante evolución, jalonados por contrarreformas puntuales cada vez que el PP ha llegado al Gobierno. No es un sistema de mutuas exclusiones en las que podamos repartir culpas de forma simétrica. La equidistancia siempre es un triunfo de quienes tensan la cuerda hacia uno de los extremos.

Quienes ahora reclaman consenso son precisamente aquellos que menos dispuestos están a hacerlo posible. De manera que podemos lamentar que no se haya alcanzado, pero es un lamento estéril. Lo importante es que la nueva ley permitirá dar un salto en la calidad educativa reforzando al mismo tiempo la equidad. Lo contrario de lo que hacía la Lomce, que perseguía la calidad, pero a costa de la igualdad de oportunidades. Quienes se oponen a ella en nombre de la libertad, lo que reclaman en realidad es la libertad de las élites para emanciparse del resto de la sociedad.

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