¿Frenará la ley de IA europea la innovación?
Para hacer contrapeso a Estados Unidos, la UE deberá abrir su legislación a la innovación técnica
La Unión Europea ha vuelto a situarse a la vanguardia de la regulación tecnológica con la primera ley de inteligencia artificial (IA) del mundo. En vigor desde el pasado 1 de agosto, la aplicación de sus capítulos y obligaciones se desarrollará a lo largo de los próximos dos años.
La Ley de IA, cuyo objetivo es garantizar un uso ético y seguro de una tecnología tan transformadora como acelerada, tiene implicaciones todavía inciertas, pero presumiblemente de un alcance enorme. Se trata de un conjunto de salvaguardas exhaustivo, diseñado por la Comisión Europea para proteger a empresas y ciudadanos de los riesgos potenciales de la que es ya la tecnología del futuro, sin por ello menoscabar la libre circulación de bienes y servicios.
Es difícil estar en desacuerdo con un reglamento único que ampara a consumidores y usuarios, establece normas uniformes para toda la UE y reduce la incertidumbre. Pero la consecución de objetivos tan loables, regulación mediante, debe medirse con los inconvenientes de la propia ley: la restricción a la innovación de las empresas y una carga excesiva para las pequeñas, pues carecen de los recursos, tanto económicos como de otro tipo, necesarios para asumir el coste de su cumplimiento.
Además, su aplicación a las distintas categorías de sistemas de IA será escalonada hasta 2026. Por tanto, está por ver si ayudará a calmar el temor, tan extendido, de que esta pujante tecnología brinde a un puñado de compañías estadounidenses un control desorbitado de nuestra vida digital.
Hace cuatro años, cuando los reguladores se dispusieron a diseñar la ley, su principal objetivo era crear normas armonizadas para los productos y sistemas de IA, así como derribar las barreras regulatorias existentes entre los Estados miembros. Para ellos, la seguridad y la dignidad de los usuarios eran primordiales.
La ley impone obligaciones de transparencia con respecto a la privacidad de los datos personales y la perfilación, el entrenamiento de modelos y la necesidad de que los usuarios sepan cuándo están interactuando con sistemas de IA. También clasifica los sistemas de IA en cuatro categorías de riesgo —inaceptable, alto, limitado y mínimo— y fija las limitaciones correspondientes, incluida la prohibición total de los que acarreen un riesgo inaceptable. Una vez que se aplique en su totalidad en agosto de 2026, las empresas cuyos sistemas incumplan la ley se enfrentarán a multas de hasta 35 millones de euros o el 7% de su facturación anual.
Aunque poner límites en aras de la protección de los usuarios sea aplaudible, preocupa la posibilidad de que la ley impida la innovación. Y aunque estos reparos se airean con todas las iniciativas regulatorias, es mucho lo que se juega Europa: nada menos que su competitividad en la carrera global para desarrollar y sacar partido de una tecnología que transformará la esfera digital y, por ende, tendrá un impacto inmenso en la sociedad.
Se suele decir que, en lo tocante a las tecnologías emergentes, Estados Unidos innova, China imita y Europa regula. Bruselas sostiene que la regulación puede apoyar la innovación al servir también de orientación. Aun así, toda norma es una limitación. Y existen temores fundados de que la aversión al riesgo de Europa la aleje todavía más de China y de la célebre espontaneidad de Estados Unidos en la carrera de la IA. En junio, Apple anunció que este año va a privar a cientos de millones de usuarios europeos de nuevas tecnologías de IA debido a la inquietud que suscita la ley.
Gabriele Mazzini, el arquitecto y autor principal de la ley, alivió recientemente algunos de mis temores al asegurarme que se valorará el riesgo en función de los usos de la IA y no de su desarrollo técnico. Esto será de vital importancia en los próximos años porque, dada la rapidez con la que irán creciendo las capacidades de la IA, quienes no puedan mantener ese ritmo debido a las cargas regulatorias caerán en la irrelevancia. Igual de importante será que la Comisión se asegure de que su compromiso con un ecosistema de confianza complemente los esfuerzos que la UE está haciendo para desarrollar un ecosistema de excelencia. Así lo demuestran las loables inversiones en desarrollar capacidades, centros de innovación e instalaciones de prueba a través de programas como Horizon Europe.
Tal compromiso debería ampliarse al abordaje del problema de las pequeñas empresas que se encuentran en las fases iniciales de desarrollo, esto es, su desventaja frente a las grandes a la hora de asumir el coste que supone el cumplimiento de la ley y que es el mismo independientemente de su tamaño. Por añadidura, todas ellas afrontan las obligaciones normativas en su propio terreno, mientras que las de otras regiones podrían desarrollar productos de IA en mercados menos regulados e introducirlos después en la UE.
El fomento de una cultura dinámica de la innovación en Europa también ayudaría, y mucho, a paliar uno de mis grandes desvelos con respecto a la IA: que sea el heraldo de un mundo en el que un puñado de empresas, probablemente estadounidenses, controlen en exceso nuestra vida digital, los contenidos que vemos y lo que expresan o no.
Este nivel de influencia a escala global podría producirse aun cuando los modelos de IA fuesen seguros. Eso tendría consecuencias nefastas para el respeto y la protección de las diferencias culturales, toda vez que la IA permea incontables facetas de la vida digital en todo el mundo.
En un bloque de 27 países que tiene por lema “Unida en la diversidad”, las empresas de IA podrían prosperar desarrollando modelos respetuosos con la cultura y el idioma de cada mercado. Con todo, para hacer de contrapeso a la hegemonía de Estados Unidos, Europa tendrá que seguir abriendo su Ley de IA a la innovación técnica.
Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.