Trump: viva el defraudador en jefe
Que tantos estadounidenses fueran y sigan siendo engañados por el expresidente debe llevar a un examen de conciencia nacional
Desde que se inventó la deuda en la antigua Sumeria, seguramente habrá habido gente que se ha hecho rica con malas inversiones. El truco consiste en realizar esas inversiones utilizando el dinero de los demás.
Supongamos, por ejemplo, que un traficante emplea fondos prestados para realizar inversiones arriesgadas en casinos de Nueva Jersey. Si las inversiones acaban generando dinero, puede embolsarse los beneficios. Pero si las inversiones fracasan, es posible que —si ha sido astuto a la hora de redactar sus préstamos o se las ingenia para convencer a sus acreedores de que no le reclamen sus otros activos— consiga irse de rositas y dejar que otros carguen con el muerto. Es decir, él gana si sale cara y los acreedores pierden si sale cruz. También podría desviar parte del dinero prestado, por ejemplo, haciendo que los casinos le paguen a él o a empresas de su propiedad grandes sumas por diversos servicios antes de que quiebren.
Como los lectores habrán adivinado, no se trata de un ejemplo hipotético. Es la historia del imperio de casinos de Donald Trump en Nueva Jersey, un negocio que terminó en múltiples quiebras y que fue un desastre para los inversores externos, aunque parece haber sido bastante rentable para Trump. El problema para alguien que quiera jugar a ese juego es cómo convencer a los prestamistas de que le sigan la corriente, ¿Por qué arriesgaría alguien su dinero en empresas tan turbias?
Bueno, hay un par de maneras de sacar esto adelante. Una, quizá el argumento principal en el caso de los casinos, es el puro poder de persuasión, respaldado tal vez por un culto a la personalidad: convencer a los acreedores de que estos negocios turbios son en realidad buenas inversiones o de que uno es un hombre de negocios excepcionalmente competente que puede convertir la paja en oro. Otra posibilidad es intentar persuadir a los fiadores de que no corren ningún riesgo ofreciéndoles garantías que parecen suficientes para protegerles, pero no lo son, porque ha inflado el valor de los activos que aporta y posiblemente haya inflado también su riqueza personal para que parezca que es a la vez un empresario brillante y un pagador fiable.
Por eso es ilegal hacer afirmaciones falsas sobre el valor de los activos que uno controla. Y el pasado martes, el juez Arthur Engoron dictaminó en Nueva York que Trump, de hecho, cometió fraude de forma persistente al sobrevalorar sus activos, posiblemente hasta en 2.200 millones de dólares. Según he leído, Trump y sus abogados presentaron tres alegatos principales contra las acusaciones de fraude.
En primer lugar, argumentaron que el valor de los bienes inmuebles es, hasta cierto punto, subjetivo. Efectivamente, si eres propietario de un edificio, no sabes con certeza lo que vale hasta que intentas venderlo.
Pero, aunque hay cierto margen a la hora de tasar bienes inmuebles, este margen tiene un límite. Y Engoron dictaminó que Trump sobrepasó con creces ese límite, creando un “mundo de fantasía” de tasaciones indefendibles. Por ejemplo, la Organización Trump consideraba que los apartamentos de alquiler regulado valían lo mismo que los de alquiler no regulado. El juez hizo especial hincapié en la afirmación de Trump de que poseía una residencia de 2.787 metros cuadrados en Nueva York, cuando el tamaño real era de solo 1.022; los pies cuadrados no son subjetivos.
En segundo lugar, los abogados de Trump sostuvieron que devolvió íntegramente el dinero que los bancos le prestaron, por lo que no hubo perjuicio alguno. Naturalmente, eso no fue cierto en el caso de los prestamistas atrapados en las quiebras anteriores de Trump. Por regla general, jugar a “cara gana, cola pierde” basándose en valoraciones fraudulentas no es legal, aunque a veces la moneda caiga en cara.
Por último, Trump declaró en las redes sociales que le habían arrebatado sus derechos civiles y que el dinero se lo prestaron “bancos experimentados de Wall Street” que presumiblemente no se habrían dejado engañar fácilmente por una estafa. Si uno está al tanto de la actitud de Wall Street hacia Trump, el argumento tiene su gracia. Durante años, solo uno de los principales actores financieros, el Deutsche Bank, estuvo dispuesto a tratar con él, lo que despertó muchas dudas acerca de los motivos de ese banco. Y al final, también el Deutsche Bank cerró el grifo, alegando que albergaba sospechas sobre sus activos financieros. Trump se las apañó para pagar esa deuda, aunque es un misterio de dónde sacó el dinero. Pero, como acabo de explicar, tener suerte no es excusa para el fraude.
Lo más sorprendente del fallo de Engoron de que Trump cometió fraude a gran escala (ahora es una sentencia, no una mera acusación) es lo que dice sobre el hombre que se convirtió en presidente y sobre los votantes que lo apoyaron. Ya en 2016, algunos observadores advirtieron a los analistas políticos convencionales de que estaban infravalorando las posibilidades de Trump porque no apreciaban cuántos estadounidenses creían que era un hombre de negocios brillante, una creencia basada en gran medida en su papel en el programa de telerrealidad The Apprentice [El aprendiz]. Lo que ahora sabemos es que el viejo chiste era, en el caso de Trump, la pura verdad: no era un auténtico genio de los negocios; solo interpretaba a uno en televisión. Pero lo cierto es que, para cualquiera dispuesto a ver, esto estuvo claro desde el momento en que Trump inició su ascenso político.
Me gustaría poder predecir que esta sentencia acabará por destruir la imagen pública de Trump, aunque, en realidad, sus partidarios probablemente harán caso omiso de este fallo, en parte porque lo verán como el producto de una conspiración de la izquierda, en parte porque, a estas alturas, pocos de los que lo apoyaron estarán dispuestos a reconocer que se dejaron embaucar por un charlatán. Pero lo fueron. Y el hecho de que tantos estadounidenses fueran y sigan siendo engañados debería llevar a un serio examen de conciencia nacional.
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