La nueva economía política y la polarización social
La imparcialidad de las instituciones puede verse afectada por un pensamiento electoral estereotipado
Tim Besley, Torsten Persson y Guido Tabellini han dedicado más de 30 años a investigar la relación entre el mundo político y la formulación de las políticas económicas. El próximo martes 20 de junio, su trabajo les valdrá el Premio FBBVA Fronteras del Conocimiento en reconocimiento por “haber transformado el campo de la economía política”. Ante la coincidencia de la entrega de este reconocimiento con el momento electoral en el que nos encontramos, con elecciones anticipadas el 23 de julio, nos ha parecido relevante compartir algunas de las reflexiones proporcionadas por la nueva economía política para entender algunas de las claves que pueden estar detrás del clima de crispación política actual.
¿Qué es la economía política y en qué se diferencia de la economía convencional? La aproximación tradicional de la economía pasa típicamente por alto la importancia de los incentivos de la clase política y los gobiernos en su toma de decisiones. En esencia, se asume que, cuando desde la economía se detectan buenas políticas —es decir, acciones que corrigen determinados fallos de mercado—, los políticos se marcarán como objetivo implementar dichas acciones, interpretando que actuar así favorecerá su reelección o eventual ascenso al poder. Este enfoque es ciertamente ingenuo, pues resulta evidente que la realidad dista mucho de esta idea, quizás utópica, y que la política es, con mucha frecuencia, un campo de batalla que abarca mucho más que la mera propuesta o formulación de “buenas políticas económicas”.
Al desarrollar nuevos enfoques que estudian precisamente esta relación entre la política y la economía, los tres galardonados han revolucionado el campo de la nueva política económica, tanto desde un punto de vista teórico como empírico. Estos avances trascienden el mundo académico, pues nos permiten entender mejor cómo, desde un punto de vista electoral, una mala política económica puede convertirse en una buena política, y viceversa.
Uno de los temas más interesantes a los que los tres premiados están dedicando recientemente mucha atención es la explicación de las causas y consecuencias del auge de nuevas dimensiones de conflicto electoral ante discusiones sobre aspectos como la inmigración, la identidad nacional o los derechos civiles de colectivos minoritarios. Si bien tradicionalmente la discusión política se basaba más en la distinción de clase “izquierda-derecha”, en la actualidad, fenómenos como la globalización y el progresivo cambio de los roles de género están provocando que la sociedad se divida más según su pertenencia a distintos grupos identitarios y culturales. Este cambio provoca, según la evidencia que los autores presentan, que las sociedades se vuelvan más polarizadas, lo que aumenta el conflicto cultural y eclipsa el debate económico. Ante esta realidad, para la clase política, es racional dejar a un lado las “buenas políticas económicas” y centrar su discurso en cuestiones culturales de distinta envergadura, pues es esta actitud la que resulta, en términos electorales, “buena política”.
Resulta sencillo reconocer prácticas como las descritas en la realidad política de nuestro país y en la de numerosos países de nuestro entorno. Se plantean así interrogantes sobre la calidad de las instituciones políticas ante estos comportamientos estratégicos. No es evidente determinar cómo medir la calidad de las instituciones, pero nos parece muy sugerente la propuesta que ofrecen los autores Rothstein y Torell, quienes miden la calidad institucional en función del grado de imparcialidad de un Gobierno. A su vez, definen a una institución política como imparcial cuando la ciudadanía percibe que se les trata sin favoritismos, con la sensación de que juegan en condiciones de igualdad, tanto cuando van a recibir cualquier servicio público, como cuando empresas se presentan a un concurso público. Un Gobierno imparcial, por tanto, no antepone los intereses de quienes tienen visiones políticas parecidas en términos identitarios o culturales, sino que actúa, en palabras de Víctor Lapuente, como un “árbitro neutral” que se atendrá a las reglas del juego.
El Banco Mundial elabora anualmente un índice de calidad institucional, que mide algo que se asemeja a esta imparcialidad que acabamos de mencionar. Este índice refleja las percepciones de la ciudadanía sobre (i) la calidad de los servicios públicos, (ii) la independencia del funcionariado frente a las presiones políticas, así como (iii) la calidad y credibilidad del Gobierno en la formulación e implementación de sus políticas. Según los resultados más recientes de 2021, los países que mejor puntúan son Singapur, Suiza y Dinamarca. Nuestro país se sitúa en la posición 39ª sobre los 192 países considerados en este indicador. No estamos, por tanto, muy mal posicionados desde una perspectiva comparativa. Sin embargo, cabe preguntarse cómo el constante clima electoral en el que vivimos podría dañar la calidad institucional al generar divisiones sociales y políticas en torno a grupos más tribales, que dificultan la búsqueda de esa imparcialidad que gran parte de la ciudadanía deseamos.
Por supuesto, no tratamos de afirmar que la política deba evitar el legítimo conflicto en torno a aspectos culturales o identitarios. Más bien, nuestra intención es alertar de que la imparcialidad de nuestras instituciones y la calidad de las políticas económicas pueden verse afectadas por este pensamiento electoral estereotipado que polariza la sociedad. La solución, sin duda, no es obvia. Ante esto, quizás nada mejor que más economía política para comprender las condiciones bajo las cuales la buena política y las buenas políticas económicas entran en conflicto y evaluar, como propone Daron Acemoglu, las propuestas políticas teniendo en cuenta este conflicto y las reacciones negativas que generan.
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