Una gran oportunidad para el cambio
Necesitamos flexibilidad, resistencia e innovación para adaptarnos a un mundo diferente y puede que mejor
A pesar de los eventos desfavorables de 2022, hay indicadores que apuntan a que el año que empieza no será el desastre que muchos pronosticaban tras la invasión rusa de Ucrania. La inflación empieza a ceder; la recesión, si se produce, promete ser suave; los precios del gas natural y del petróleo han empezado a caer, y hasta ahora los mercados financieros han encajado con relativo éxito la crisis de las criptomonedas y los cambios drásticos en política monetaria.
¿De dónde, entonces, vienen el miedo y el pesimismo que muchos sienten al contemplar el año 2023? Parte puede deberse a la tendencia natural a exagerar. Pero hay un hecho innegable: el mundo está cambiando de manera radical, inmerso en lo que algunos llaman “permacrisis” o “policrisis”; y no sabemos lo que vendrá después.
Por el lado bueno (y cortoplacista), hemos visto a la inflación empezar a ceder en muchos países desarrollados. Esto significa que los tipos de interés, aunque seguirán subiendo, lo harán menos deprisa. La economía americana, menos vulnerable a la crisis ucrania, sigue registrando tasas bajas de paro, y la Reserva Fedral espera poco crecimiento sin llegar a una recesión en 2023. Europa, más expuesta a la guerra de Ucrania, ha sufrido precios altísimos del gas natural, pero está mostrando una capacidad sorprendente para reducir su consumo y mantener la producción en gran parte de su industria. La crisis ucrania ha ralentizado el crecimiento europeo, pero no está claro que la UE vaya a entrar en recesión. Países como España están creciendo por encima del 4%, con mercados laborales muy sólidos, y el peor escenario es menor crecimiento en 2023.
Incluso los países emergentes esperan crecer por encima del 3% como promedio el próximo año, pese al impacto del dólar fuerte y la espiral de los precios de los productos energéticos y alimenticios (que han beneficiado a algunos países). Además, los precios de la energía han empezado a bajar.
La incertidumbre que inquieta a inversores, consumidores y empresas se debe a los grandes cambios subyacentes, históricos y económicos, cuyas evidencias se empiezan a observar por doquier. No sólo son los cambios geopolíticos: una guerra en Europa que podría durar mucho, y una hostilidad creciente junto a la divergencia de valores entre países antes bastante integrados, como Rusia y la UE o EE UU y China. También los cambios económicos apuntan a un horizonte cambiante y posiblemente preocupante.
Los mercados financieros quizás concentran la mayor parte de esta turbulencia. La aceleración de la inflación poscovid y posinvasión, que muchos profesionales financieros no habían experimentado en sus vidas, ha puesto fin a la época de tipos bajos y liquidez abundante de las últimas dos décadas. De repente los tipos han subido bruscamente y los presidentes de los bancos centrales advierten que no han terminado de subir (“nos queda trabajo”, avisa Jerome Powell, presidente de la Fed). La Fed ya ha convertido el quantitative easing (expansión monetaria cuantitativa) de la época poscrisis financiera en quantitative tightening (restricción cuantitativa), y el Reino Unido y la eurozona han prometido ir en la misma dirección. El golpe que supone el fin de la época de tipos de interés cero (o casi cero) para los mercados, y también para los gobiernos, apenas ha empezado a dejarse sentir. Una indicación temprana de las tensiones que este cambio puede producir apareció cuando la primera ministra británica Liz Truss presentó su propuesta de recortes de impuestos sin reducción paralela de gasto público. Truss se vio obligada a retirar primero su “minipresupuesto” y después a su propio Gobierno, al compás de una advertencia del FMI sobre déficits irresponsables, antes reservado sólo a países emergentes. Con la deuda pública en cifras jamás vistas en tiempos de paz en los países desarrollados podríamos ver más crisis, ajustes severos o rescates, no sólo en Zambia, Sri Lanka, Ghana u otros países emergentes, sino también en algún país desarrollado.
Otra transición inquietante en el horizonte tiene que ver con la globalización, o lo que algunos insisten en llamar desglobalización. Lo último es un término equivocado, porque los flujos de comercio, capital e inversión se han recuperado en general tras la covid. Pero la pandemia y la guerra han cambiado la naturaleza de estos movimientos entre países. Se está perdiendo la confianza en que el comercio acercaría incluso a países muy distintos en sus valores y sistemas políticos, y los flujos empiezan a reorientarse hacia países más cercanos y afines. Rusia y China, dos grandes beneficiarios de la globalización, son los que más han contribuido a provocar este cambio.
Implícito en la incertidumbre sobre la globalización está el desconocimiento sobre el futuro de China, el motor del crecimiento global de las últimas décadas. De repente, nos encontramos con un gigante que vive una crisis inmobiliaria sin precedentes, una ola fuerte de covid a pesar de tres años de restricciones férreas, e incluso el nacimiento de una inestabilidad política no vista en años, justo cuando el presidente se declara líder de por vida. El modelo de crecimiento de China, fundamentado en las exportaciones masivas y la expansión vertiginosa del sector inmobiliario, se tambalea. Los expertos vaticinan un crecimiento de entre 3% y 5%, la mitad de lo que se solía esperar. La ralentización de China cambia las perspectivas de crecimiento para el mundo entero.
Junto con estos grandes cambios está la transición energética y medioambiental. Algo que hemos buscado y deseado, y los altos precios del gas natural y del petróleo nos están empujando más rápido hacia un mundo más limpio y sostenible, a pesar del dolor que producen. Hemos conocido recientemente en la UE el lanzamiento del CBAM (mecanismo de ajuste de carbono en las fronteras), una política brillante y necesaria que puede extender al mundo los estándares europeos sobre emisiones a través de la introducción de un arancel de carbono en las fronteras. De nuevo, la crisis energética nos obliga a recordar la importancia vital de dejar que los precios altos hagan su trabajo modificando nuestras costumbres y estructuras económicas. Pero, aunque sea positiva, es otra transición que genera turbulencia en los mercados.
En definitiva, puede ser que los miedos e incertidumbres estén justificados a pesar de un pronóstico cortoplacista relativamente positivo. El mundo está cambiando de manera drástica, para bien y para mal. Lo que necesitamos más que otra cosa en el año 2023 es que consumidores, empresas y gobiernos se doten de la flexibilidad, la resistencia y la innovación necesarias para adaptarnos a un mundo diferente, que puede resultar ser mejor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.