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La era del miedo ya está aquí: por qué la cohesión social puede saltar por los aires

Cuando la Gran Recesión empezaba a quedar atrás llegó la covid, luego la guerra y ahora la crisis energética. La sociedad busca nuevas respuestas económicas a las numerosas incertidumbres que nos rodean

Cohesión social
Nicolás Aznárez
Miguel Ángel García Vega

Todas las sociedades que surgen algún día perecerán. En uno de los libros más influyentes de finales del siglo pasado, El colapso de las sociedades complejas (1988), Joseph Tainter, antropólogo, defiende que “las sociedades son frágiles y transitorias”. “Casi todas las que han existido alguna vez desaparecieron”. En los últimos años, la sociedad ha igualado el concepto de colapso al de “fragilidad”, “resiliencia”, “riesgo” y “sostenibilidad”. Y si bien el pasado nunca resuelve los problemas del presente, da pistas. La Edad de Bronce (sobre 1177 antes de Cristo) se desvaneció de Europa por sequías, terremotos, hambrunas, luchas políticas, migraciones en masa y el cierre de las rutas comerciales. Tan lejos, tan familiar.

El banco Credit Suisse advierte de que hemos creado “sociedades preocupadas”. La pandemia, la desigualdad y la pobreza, el paro, la corrupción financiera y política, la violencia y la inflación encabezan esas noches en las que el sueño se esconde en las esquinas de la habitación. “El gran problema de nuestra era es la inequidad”, observa por teléfono Daron Acemoglu, profesor de Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y candidato recurrente al Nobel. La gente vive preocupada. Las elevadas tasas de desigualdad suponen que la economía no funciona bien y resulta contraria al sentido inherente de justicia. En España —últimos datos disponibles de la OCDE, 2020— el coeficiente de Gini era de 0,32 (0 es total equidad y 1 completa injusticia ). “El resquicio de esperanza es que, si las personas se preocupan, de verdad, podrían obligar a nuestros aletargados y corruptos políticos a hacer algo”, critica Acemoglu. Por ahora, la gente confía más en el liderazgo de las empresas (55%) que en la res publica (44%). ¿Quién transforma en un poema esos porcentajes?

Asoma aquella otra pregunta de Vargas Llosa. “¿En qué momento se jodió el Perú?”. En España, durante 2019, hubo una media de 566.000 hogares sin ingresos de origen laboral. Un año más tarde aumentó a 619.000 y en 2021 se mantuvo en 620.000. Es la memoria de Carlos Martín, director del Gabinete Económico de CC OO. “Demasiada incertidumbre —pese al efecto positivo de los ERTE y las prestaciones a los autónomos— en miles de casas y miles de futuros”, reflexiona. Cortan las esquirlas del tiempo. ¿Qué sucederá con mi trabajo y mi familia? “Es poco probable que la política pueda reducir la desigualdad al nivel de décadas anteriores”, lamenta Nicholas Barr, profesor de Economía Pública en la London School of Economics (LSE). Aunque pueden ayudar los impuestos progresivos sobre las rentas y la redistribución de los beneficios.

Esperanzas limitadas

Las estadísticas aportan esperanzas limitadas. En el primer trimestre de 2022, el nivel de empleo (20,08 millones de ocupados) era superior al registrado antes de la pandemia y la tasa de paro (13,6%) se situó solo un punto por debajo de la soportada los meses anteriores al coronavirus. Pese a todo, el desempleo continúa siendo la mayor preocupación (49%) española. Arrastra ese eco de trauma histórico al igual que la inflación en Alemania.

Ante las grietas del sistema, muchos economistas buscan un adjetivo que humanice al capitalismo. Desde “integrador” a “progresista”. En Grecia, sus pensadores actuales persiguen una nueva retórica. “Si pudieran elegir, la mayoría de los capitalistas optarían por un capitalismo inclusivo que generara menos desigualdad, CO2 o injusticia”, desgrana Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas heleno y parlamentario. “Pero lo cierto es que ninguno hace nada para conseguirlo. E incluso, si varios, heroicamente, lo intentan, son muy pocos pensando en crear alguna diferencia. Este tipo de capitalista se extingue. O sea, el capitalismo no puede ser la solución a los fracasos que el propio capitalismo produce”.

La geopolítica ha cruzado las fronteras rojas. Europa se cansa de contar las guerras sufridas y crece el sentido de desmoronamiento. “Se habla bastante de capitalismo inclusivo, pero no se lo ve mucho”, admite el economista serbio-estadounidense Branko Milanović, una de las referencias mundiales en inequidad. “Se atisbó en el pico de la covid-19, cuando los gobiernos ricos hicieron transferencias extraordinarias en apoyo a las pymes, las personas desempleadas o con riesgo de perder su trabajo”. Fue el murmullo de una conciencia colectiva que se apagó pronto. “La lección es análoga. Necesitamos solidaridad social en un momento de crisis: epidemias, enfrentamiento comercial, elevada inflación y guerras que son reales”, resume. ¿Solidaridad? Entre el último trimestre de 2020 y el primero de 2021, el valor de las exportaciones de petróleo ruso se duplicaron. De 16.000 a 32.000 millones de dólares. Durante 2020 su maquinaria de guerra le costaba 62.000 millones (unos 61.000 millones de euros). Occidente ha financiado la ofensiva. Las petroleras quieren ingresos, y la sociedad, seguridad energética.

Otro territorio casi virgen es una inflación desconocida en cuatro décadas. El Banco de España ha advertido de que la mitad de los convenios colectivos firmados pensando en 2023 tienen cláusulas de indexación. Los salarios subirán según el alza de los precios. “Alemania, Reino Unido y Países Bajos”, analiza Swarnodeep Homroy, profesor de Finanzas de la Universidad de Groningen (Países Bajos), “replican este mecanismo”. La economía clásica enseña que la inflación se puede controlar en un año. Pero arderá durante tiempo. “La desglobalización, la fractura comercial en dos bloques y las brechas en las cadenas de suministro representan un coste añadido a los precios de los productos”, alerta José Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra (UPF).

Soldados rusos patrulla por la ciudad ucrania de Mariupol el pasado 13 de junio.
Soldados rusos patrulla por la ciudad ucrania de Mariupol el pasado 13 de junio.AP

Y Ucrania es un punto de fuga. Nunca el centro de la casa azul y blanca. Los problemas llegaron antes. El comercio mundial de bienes (suma de importaciones y exportaciones) se ha reducido en cuatro puntos porcentuales (47%) del PIB global desde su máximo durante 2008. La actividad del planeta solo crecerá un 2,9% este año. “Y en muchos países, la recesión será muy difícil de evitar”, ha advertido David Malpass, presidente del Banco Mundial. Mientras, seguimos a vueltas con la esperanza de la economía circular. El banco Goldman Sachs calcula que puede añadir 4,5 billones de dólares a la producción en 2023 y unos 25 billones durante 2050.

Sin embargo, ocurre un fenómeno insólito. La inflación se está polarizando. En Mallorca o Marbella existen vacantes en el mercado, por ejemplo, de camareros, pero sus sueldos (superiores, proporcionalmente, a la media) apenas llegan para pagar el alquiler. Un estudio de Rebecca Diamond, profesora de Economía de la escuela de negocios de Stanford, revela las diferencias en el coste de la vida entre ciudades de Estados Unidos según su tamaño y densidad de población. “Existen distancias brutales entre las gigantes metrópolis y los pequeños centros urbanos o las áreas rurales”, incide Montalvo. En Europa ocurre lo mismo. Nuestro destino está interconectado. “No hay escapatoria para las sociedades complejas. Ninguna nación puede, individuamente, colapsar. El mundo entero se desintegraría en su conjunto”, escribe Tainter. Pese a resbalar cerca del acantilado. El presupuesto militar de Estados Unidos ha crecido de 138.000 millones de dólares en 1980 a 759.000 millones estos días.

La destrucción define nuestra existencia. Las ciudades tienen una antigüedad de 6.000 años. Una gota de rocío en un océano de tiempo. Hace 300.000 años que habita el ser humano sobre la Tierra. Las escrituras hebreas recuerdan la aniquilación de Sodoma y Gomorra, y en La República, Platón compara a las ciudades con animales y plantas. Nacen y perecen. Entre medias, la preocupación. “Debemos mejorar mucho en proporcionar una red de seguridad social en los países”, explica Kenneth Rogoff, profesor de Economía en la Universidad de Harvard y antiguo economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI). “Pero la mayoría de las intervenciones que se han propuesto para redistribuir los ingresos (por ejemplo, la subida de los salarios mínimos) corren el riesgo de hacer daño en vez de ayudar”. Rogoff cree que la retirada de la globalización contribuirá a reducir muchas de las preocupaciones de las sociedades desarrolladas. “Aunque será un desastre para los países pobres y de renta media”, prevé. Los futuros sobre el petróleo y el trigo ya han subido el 53% y el 89%, respectivamente, desde comienzos de 2020.

En Roma, el caminante encuentra con facilidad el edificio de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación). En una ciudad donde todo parece que sucedió ayer, el presente es hambre que no cesa. Entre 702 y 828 millones de personas (datos de julio) sufrieron esa miseria en 2021. Unos 46 millones de seres humanos más que durante 2020. El futuro trae sufrimiento. En 2030 casi 670 millones de vidas se enfrentarán al hambre. El 8% de la población mundial. Es la misma cifra que durante 2015. Ese año se creó la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Afloran las ruinas. “Los precios de los alimentos se mantendrán caros mientras también lo sea la energía. Porque esto significa elevados costes de los fertilizantes y del combustible de la maquinaria agraria”, pronostica Máximo Torero, economista jefe de la organización. El problema es la asimetría. Extraer más petróleo puede ser casi instantáneo, cultivar más cereales exige aguardar el ciclo de la naturaleza. El atajo es evitar el desperdicio alimentario. Una forma de alimentar a 1.260 millones de personas al año.

Indignación creciente

Junto a la escasez económica, abunda la indignación. Credit Suisse ha elaborado su propio sistema métrico para medirla. Combina el índice de delincuencia, los precios reales de la vivienda, su relación con los ingresos, el PIB per capita, la esperanza de vida y la corrupción. Han medido seis países: Brasil, China, Francia, Alemania, Reino Unido y Estados Unidos. Y el gráfico es una subida escarpada. Más ira. La pandemia ha aumentado los multimillonarios en Estados Unidos a 686 personas. Por muchos problemas que tengan ni se asemejan a los 700 millones que pasan hambre. Detrás cojean los pupitres. “El sistema educativo, que tendría que ofrecer oportunidades siguiendo un principio de equidad, se ha convertido en la mayor fuente de desigualdad”, subraya Mauro Guillén, decano de la Cambridge Judge Business School. Pesa más la familia donde se nace que la formación. La educación virtual (en Estados Unidos genera 2.000 millones de dólares) prometía equidad. “Pero el agrandamiento de la brecha digital durante la pandemia no augura buenos resultados”, admite el docente.

Una línea de puntos discontinuos une educación, empresas y valores. Los economistas sienten pasión por acuñar términos. El penúltimo: “Woke Capital”. Capital progre. Aunque no existe una definición precisa. Son grandes corporaciones que “defienden” causas sociales pero sin cambiar los valores propios. “La publicación de Chase Bank en Instagram de una bandera arcoíris la semana del orgullo gay de Nueva York es un ejemplo de cambio falso”, describe Jay Caspian, columnista en The New York Times. Las compañías forman parte de la preocupación. Su narrativa es, sobre todo, demográfica. ¿Qué ocurrirá cuando se jubile la generación del baby boom (más de 55 años)? Y de ahí, al discurso, recurrente, de la juventud y cuidar el talento. “A medida que las plantillas se alejan de la generación más antigua y se acercan a la más joven, las organizaciones que ofrezcan flexibilidad, o transmitan que el trabajo que desempeñan tiene importancia, tendrán ventaja para contratar”, vaticina Vanessa Burbano, profesora en la escuela de negocios de Columbia. Aunque la flexibilidad del mercado laboral estadounidense ni se asemeja al español. Los americanos utilizaron la pandemia para repensar el sentido de su vida laboral. Fue la famosa Gran Renuncia en 2021 de 40 millones de trabajadores. “Una profunda llamada de atención para que las empresas inviertan en su cultura y en su gente”, comenta Aymeric Gastaldi, gestor en Edmond de Rothschild. Pero no comparten pensamiento. Las últimas decisiones de la Corte Suprema revelan una sociedad muy polarizada.

Un mundo colapsa y otro se alza. Entre medias, la preocupación. “La guerra, la pandemia, la subida de precios y la crisis climática complican el cambio hacia una ‘nueva normalidad’, que todavía no sabemos muy bien cómo será”, apunta Nuria Rodríguez-Planas, profesora de Economía en la City University de Nueva York (Queen College). “Estamos en plena transición sin saber a dónde vamos, y con una enorme necesidad de líderes con una gran visión. Vienen tiempos convulsos y habrá ganadores y perdedores de todo este proceso”. Aunque quizá deberíamos dejar atrapado el pesimismo en su propia niebla.

Un grupo de mujeres desplazadas por la sequía camina con sus hijos por las calles de Mogadiscio, la capital de Somalia.
Un grupo de mujeres desplazadas por la sequía camina con sus hijos por las calles de Mogadiscio, la capital de Somalia. Farah Abdi Warsameh (AP)

Algo difícil en un verano de incendios. Sin embargo, la emergencia climática no figura entre las preocupaciones que recoge el índice del malestar desarrollado por Credit Suisse. Tal vez debido a los ataques de políticos populistas, cierta industria financiera y activista que zarandea los tres billones de euros destinados a fondos sostenibles. El ecosistema ESG (medio ambiente, sostenibilidad y gobernanza) lleva años amenazado. Elon Musk lo califica de “fraude”; Tariq Fancy, antiguo director de inversiones sostenibles de BlackRock, avisa de “un peligroso placebo”, y Desiree Fixler, exresponsable de ESG de la gestora DWS, cree que el acrónimo carece de significado.

El emprendedor Vivek Ramaswamy defiende, en Financial Times, que la verdadera lucha de nuestro tiempo no es entre la izquierda y la derecha, sino “entre la clase gestora y los ciudadanos modernos. Es la reencarnación de lo sucedido durante 1776 [Declaración de Independencia] en Estados Unidos”. Sorprende la Iglesia. Entiende, mejor que las finanzas, que el mercado resulta incapaz de garantizar la inclusión social o el cuidado del entorno. El papa Francisco escribe durante 2015 en su Alabado seas (Laudato si): “Las lecciones de la crisis financiera mundial todavía no han sido asimiladas, y estamos aprendiendo demasiado despacio las lecciones del deterioro medioambiental”. Pobre acrónimo. “La integración de la ESG en las decisiones de inversión se encuentra en una etapa muy temprana. Sin embargo, con el tiempo mejorará. ¡Pero hay que empezar por algún lado!”, exclama Andrew Clare, profesor de gestión en la escuela de negocios Bayes (Universidad de Londres). Aunque las últimas estimaciones avanzan una subida de la temperatura media mundial entre dos y tres grados Celsius. Demasiadas potencias se desentienden.

Plaga bíblica

Llegamos tarde. La preocupación ya está instalada, porque las familias no son responsables de una pandemia o de la guerra en Ucrania. Es igual que una plaga bíblica. Si fueran langostas serían como copos negros de nieve devorando campos dorados de cereal. Pero el riesgo profundo es debilitar la cohesión social. La gran amenaza atraviesa la pérdida de poder adquisitivo de salarios, pensiones y prestaciones sociales. Una respuesta —propone Carlos Martín— sería un pacto de rentas que reparta los costes del aumento externo de los precios, de la energía y las materias primas entre empresas, trabajadores, rentistas y contribuyentes; que proteja a los más vulnerables.

La ira en las calles ya está siendo la contestación de Ecuador (destina 3.000 millones de dólares anuales a congelar los precios del gas), Ghana y Sudáfrica a la subida de combustibles e impuestos. El malestar social cuesta un punto del PIB seis trimestres después del suceso que lo desencadenó. “La guerra en Ucrania ha supuesto un gran golpe para las perspectivas de recuperación económica en España y Europa. Desgraciadamente, si somos incapaces de atajar estos problemas [desencanto, inflación], podrían generar una frustración social que sería muy dañina para la cohesión de nuestras sociedades”, advierte Javier Solana, presidente de EsadeGeo y ex secretario general de la OTAN.

La esperanza queda en las letras de Francis Fukuyama, quizá el politólogo más respetado de nuestro tiempo. En septiembre publicará en español El liberalismo y sus desencantados (Deusto). Confiemos en su acierto. Los defensores del liberalismo ilustrado parecen pocos pero están comprometidos. En Ucrania, millones de velas arden a la espera de que se atiendan sus plegarias. La humanidad está tropezando con su peor naturaleza. Pero se dirige hacia un estado de gracia, una sociedad que busca el equilibrio entre libertad económica e inequidad, que protege los derechos individuales y promueve la justicia para todos. Claro, es difícil. Exige ciudadanos comprometidos. Aunque, como escribe el analista político Joe Klein, cualquier otro destino “resulta inimaginable”.

El don de hacer marchitar un cactus

Hay personas que tienen la capacidad de entrar en una habitación y con su resplandor marchitar un cactus. Donald Trump, Viktor Orbán, Vladímir Putin (quien quiere convertir Ucrania en un osario), Recep Erdogan o los arquitectos populistas del Brexit formarían parte de esta escuela económica sin nombre. La seguridad personal es una de las preocupaciones que ha detectado el banco Credit Suisse. Es mover ese baúl secreto que es la memoria. El siglo XX fueron 100 años perdidos. Murieron unos 187 millones de personas en guerras y conflictos. Solo la gripe española mató entre 1918 y 1919 a unos 675.000 estadounidenses. El mundo ha superado épocas más difíciles que las del coronavirus y la codicia rusa. Las preocupaciones se actualizan. Por ejemplo, la ciberseguridad. El ataque al oleoducto Colonial Pipeline en Estados Unidos en mayo de 2021 demostró la fragilidad virtual de las infraestructuras. Las consecuencias fueron largas colas en las gasolineras y cancelaciones de vuelos. “Esto demuestra lo grave que pueden ser estos ataques”, refrenda Reto Hess, analista sénior de la entidad financiera. El FBI prevé que este año aumenten las ofensivas. Y el valor de la higiene (algo que ya enseñaron griegos y romanos) regresa después de centurias en un cierto exilio. 
Pero, por fortuna, alumbra un arco de luna azul rompiendo sobre el cielo de poniente. Una imagen ajena a las preocupaciones. Este siglo es, sin duda, el de las mujeres. Las empresas con más de un 20% en puestos directivos —­según el trabajo de Credit Suisse Gender 3000— consiguen un ebitda (beneficios antes de intereses e impuestos) del 19%, frente al 17% de las compañías con únicamente un 15% o menos en posiciones de responsabilidad.
Fiel a su inercia, el mundo rota y la historia regresa a su principal desasosiego: la desigualdad. “No creo que hoy en día nadie pueda argumentar de forma seria que la democracia estadounidense funciona bien”, reflexiona Daron Acemoglu, profesor de Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). “Y aunque carecemos de pruebas de que esto se deba a la inequidad, sí hay muchas evidencias plausibles de que los elevados niveles de injusticia han sido una fuerza de corrupción”. Por ejemplo, bastantes personas han recurrido al “populismo autoritario” de Trump porque sienten que se han quedado atrás económicamente. “Y a la vez se ha fortalecido una pequeña élite que controla, gracias a sus contribuciones, las campañas de los políticos de ambos partidos”, advierte el economista. Necesitamos fuera de la sociedad a quienes tienen el don de entrar en una habitación y marchitar un cactus. 

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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