Europa, decisiva
La UE es hoy más atractiva y rentable que cuando intentó combatir la crisis financiera de 2008
Claro que es Europa la que seguirá sufriendo las peores consecuencias económicas de la guerra en Ucrania. La mayor cercanía al escenario del conflicto y los más estrechos vínculos comerciales y energéticos son las más obvias explicaciones, pero también el mayor compromiso que la UE está demostrando con el reforzamiento de su nueva personalidad en la escena global, incluido el compromiso de recursos. Algo suficientemente explícito desde la emergencia de ese otro trauma que fue y sigue siendo la pandemia. No solo es difícil pasar por alto esa mayor aplicación de las instituciones europeas en la gestión de crisis globales, sino que su trascendencia económica será sin duda favorable a medio y largo plazo.
Es un hecho que quizás de forma más explícita que en otras economías la sucesión de indicadores económicos, y las expectativas que de algunos de ellos se deducen, apuntan a una clara interrupción de la recuperación. Siguen siendo tributarias de un entorno global inequívocamente adverso, especialmente para la definitiva normalización de la producción internacional de bienes, y de su logística, a la que contribuyen de forma muy significativa las particulares complicaciones que han surgido recientemente en la economía china.
Nos enfrentamos a un deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos europeos sin que los márgenes de maniobra de las políticas económicas permitan su rápida neutralización. Los presupuestos públicos nacionales no disponen de mucha más holgura y la política monetaria del BCE está recogiendo las velas expansivas mantenidas durante la gestión de las no menos singulares crisis anteriores. Frente a esas condiciones adversas, la UE está haciendo un despliegue de actuaciones sin precedentes, destinadas a gestionar, pero también a sentar bases preventivas, a fortalecer una mayor federalización de respuestas.
Han vuelto a reforzarse las evidencias de que Europa, el fortalecimiento de su integración, la madurez de sus mecanismos de cooperación, su capacidad de influencia en la mejora del bienestar, quedan significativamente potenciadas en momentos de adversidad. Es en esas crisis verdaderamente amenazantes, incluso a la propia identidad comunitaria, cuando la UE genera respuestas que rompen las inercias y trasmiten impulsos más directamente cooperativos en la gestión de las crisis contemporáneas, pero sentando las bases para abordar una dinámica de globalización más compleja.
Las decisiones adoptadas como respuesta a la pandemia y a la guerra en Ucrania suponen avances en ámbitos como la coordinación fiscal susceptibles de federalizar su uso a la gestión de otros problemas. La creación del fondo Next Generation y su captación directamente en los mercados financieros por las instituciones europeas es el episodio más emblemático, pero no es el único. Las actuaciones frente a la invasión de Ucrania han sido rápidas y unánimes en todos los ámbitos en los que se han planteado, desde las sanciones económicas a la gestión de los refugiados, pasando por el fortalecimiento de la cooperación defensiva.
Es verdad que la disposición de mecanismos federales de respuestas frente a situaciones excepcionales podría haberse detectado de forma preventiva, como ha sido el caso de la vulnerabilidad energética o alimentaria que ha revelado la invasión rusa de Ucrania. Pero nuevamente la respuesta está siendo acertada en términos de afianzamiento de los fundamentos de la integración. El paquete destinado a hacer frente a la crisis energética difundido a mediados de este mes podría haberse diseñado hace tiempo, y de hecho, algunos de sus elementos ya lo estaban. Ha hecho falta que más de la mitad del ascenso inflacionista fuera exclusiva responsabilidad del encarecimiento en los precios de la energía, como de la mayor subida en los precios industriales alemanes en abril, el mayor desde 1949. Algunas de las muy relevantes decisiones incorporadas en el paquete energético están destinadas básicamente a reducir la dependencia y a fortalecer la disposición de mecanismos comunes, como las plantas gasificadoras que potencien la conexión entre las economías europeas, sin descuidar esa inequívoca apuesta por la inversión en fuentes renovables. Putin ha ilustrado las vulnerabilidades energéticas de la UE, pero también ha acelerado la disposición de claras salvaguardas al respecto. También está acelerando la reducción de la financiación de la guerra desde esos 100.000 millones de euros anuales que transfería el conjunto de la UE en pagos de importaciones de combustibles fósiles.
La crisis alimentaria deriva de que Ucrania sea el gran exportador de cereales del mundo. La consecuencia más importante no será tanto la ausencia de cereales como la evolución de sus precios y el impacto sobre una tasa de inflación que ya ha pasado a convertirse en el principal lastre al crecimiento. Pero conviene tener presente que, gracias a su política agrícola, la UE es un granero importante. A pesar de que sus compras de trigo y maíz a Ucrania son considerables, el saldo en cereales es manifiestamente excedentario gracias a ese colchón que permite la PAC con sus tradicionales pretensiones de autosuficiencia. Pero también por las acciones de apoyo para la salida del grano inmovilizado en Ucrania debido al bloqueo ruso de los puertos del mar Negro.
La cooperación y la dinámica de integración ha quedado igualmente reforzada en materia de defensa, otro de los ámbitos en los que desde hace años se venía advirtiendo de la conveniencia de mayor cooperación. Y, desde luego, la reacción ha sido ejemplar en la gestión de los movimientos de refugiados.
Todo ello lo está haciendo la UE afianzando al mismo tiempo su autonomía en un escenario geopolítico donde las hegemonías están cambiando de forma significativa. Los resultados finales no se pueden identificar al completo, como tampoco sus eventuales consecuencias económicas. Pero es un hecho que Europa está reforzando su predicamento.
Como no podía ser de otra forma, España ha dado muestras de apoyar esa dinámica de mayor y más calidad de la integración. Lo hizo desde el inicio de la pandemia proponiendo iniciativas de coordinación de compras de material sanitario o las más ambiciosas que ayudaron a fundamentar el Next Generation EU, pero también en decisiones posteriores relativas a agilizar trámites o a la eventual modificación de los tratados. Que la propia Comisión ilustre con iniciativas españolas algunos avances en la concreción de los planes inversores comunitarios es un hecho objetivamente favorable. No nos deberían doler prendas al admitir —hoy es con este Gobierno, pero mañana puede ser igual con otro— que esas señales sean inequívocamente favorecedoras de la necesaria participación de la inversión privada, española y extranjera en esos proyectos modernizadores.
Son también condiciones necesarias para exorcizar riesgos financieros como los sobrevenidos en la crisis financiera de 2008. La atención diferencial que el BCE prestará a los riesgos de fragmentación financiera, a la excesiva diferenciación en las cotizaciones de la deuda soberana en el seno del área monetaria, es también un elemento reforzador de esa red de seguridad en esa complicada transición hacia ritmos inferiores de crecimiento económico con tipos de interés más elevados.
Para la economía española esa estrecha vinculación a la dinámica en la toma de decisiones europea ha sido una apuesta acertada. Y en el manteamiento de las tensiones reformistas comprometidas seguirá validándose esa condición de país en la primera línea por la apuesta a una mayor integración económica, pero también política.
Europa es hoy más atractiva y rentable que cuando intentó combatir la crisis de 2008. Su credibilidad es mayor y muy probablemente lo será su protagonismo en el nuevo escenario global. Esas presunciones no neutralizan las previsiones económicas a corto plazo que acaba de difundir la Comisión, pero permite asumirlas como un mal menor. El medio plazo es esperanzador, también para España si sigue fortaleciendo su anclaje.
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