Bríos renovados tras echar a Napoleón
Superados los desastres provocados por la guerra de la Independencia en los primeros 15 años del siglo XIX, el país se recuperó gracias a un movimiento roturador de tierras de gran magnitud propiciado por la quiebra del Antiguo Régimen
CAPÍTULO III. [ Ver serie completa ]
España registró en el siglo XVIII un crecimiento económico modesto en el conjunto de sus territorios, pero intenso en sus regiones mediterráneas gracias a que estas lograron aprovechar el dinamismo de la economía atlántica en dicha centuria. Sin embargo, los conflictos bélicos subsiguientes a la Revolución Francesa y sus secuelas, la crisis del Estado borbónico, varias malas o pésimas cosechas consecutivas, el estrangulamiento de los mercados de cereales (fruto de las movilizaciones populares que indujeron o forzaron, entre 1802 y 1804, a muchas autoridades locales a solicitar, amparar o decretar la prohibición de la saca de granos) y la difusión de importantes epidemias de tifus, paludismo, disentería y fiebre amarilla determinaron la formación y el estallido de una tormenta casi perfecta en los últimos años del siglo XVIII y en los primeros del XIX, que ocasionó una gran hambruna, una hecatombe demográfica y un desplome económico, especialmente en Castilla. En 1804, la tasa bruta de mortalidad en dicha región alcanzó el 116%, triplicando el promedio de la del periodo 1780-1799. En el trienio 1803-1805, Castilla padeció la mayor debacle demográfica desde la peste negra.
Poco después de esta catástrofe se inició la guerra de la Independencia. En su transcurso, las destrucciones, los saqueos, los robos, los gravámenes extraordinarios, las requisas, los suministros y los préstamos forzosos a los ejércitos y a la guerrilla provocaron un notable deterioro en la dotación de capital y en la situación financiera de numerosas unidades productivas. Además, las intensas crisis de mortalidad de 1809 y 1812-1813 y la movilización de muchos varones redujeron las disponibilidades de mano de obra de un sinfín de economías domésticas. Cuando concluyó la guerra del francés, el Estado y los ayuntamientos estaban fuertemente endeudados, las explotaciones agrarias y manufactureras debilitadas, el monopolio del comercio con las colonias americanas se había perdido definitivamente y la actividad mercantil interna se hallaba deprimida. Todo ello presagiaba una recuperación lenta y tortuosa. La realidad fue otra bien distinta.
Conviene aclarar que hacia 1800 el sector agrario era claramente hegemónico en la economía española, que su crecimiento dependía esencialmente de la extensión de cultivos y que un elevado porcentaje de los campesinos estaba subempleado debido a su insuficiente dotación de tierra. También que las variables demográficas constituyen los indicadores más sólidos para aproximarnos al desempeño de la economía española en la primera mitad del siglo XIX.
Menos desigualdad
Tras los desastres del periodo 1800-1814, España recuperó enseguida los niveles demográficos y productivos máximos de finales del setecientos. El índice nacional de bautizados, formado con una muestra de más de 1.500 localidades, apunta a que hacia 1820 la población española ya igualaba o sobrepasaba a la de las postrimerías del siglo XVIII; es más, el de 1821-1829 superaba al de 1793-1801 en un 16,6% y al mínimo de 1805-1813 en un 27,8%. Este arrollador crecimiento de los nacimientos habría sido imposible sin un rápido crecimiento del PIB.
En este caso, el impulso económico fue acompañado de una mejora de la salud de la población y, por ende, de su bienestar. La evolución de la tasa bruta de mortalidad en nueve provincias castellanas entre 1780 y 1829 evidencia que el riesgo de deceso, tras la guerra de la Independencia, no solo descendió abruptamente, sino que se situó por debajo del nivel registrado en el tramo final del setecientos. Es lógico que la mortalidad fuese excepcionalmente reducida tras la guerra y las intensas crisis de mortalidad de 1809 y 1812-1813. Lo que resulta significativo es que, en la década de 1820, el promedio de la tasa bruta de mortalidad fuese un 13,5% inferior al del periodo 1780-1799. Aunque no conocemos bien las causas de este descenso, resulta poco verosímil que tal moderación en el riesgo de fallecimiento fuese completamente ajena a un incremento significativo del PIB por habitante y, sobre todo, a una mejora en la dieta. En Cataluña, la tasa bruta de mortalidad, en el decenio de 1820, también registró niveles menores que los del último tramo del setecientos. Y lo mismo aconteció en Cantabria, en Valencia y, probablemente, en las demás regiones españolas.
¿Qué hizo posible que la recuperación económica fuese tan rápida tras la guerra de la Independencia y que la población y el PIB creciesen en el conjunto de España, entre 1815 y 1829, a tasas jamás alcanzadas hasta entonces? La principal clave explicativa de este milagro radicó en las roturaciones subsiguientes a las ocupaciones arbitrarias, repartos y ventas de inmensas extensiones de terrenos concejiles, fenómeno que cobró especial intensidad durante la guerra del francés y el trienio liberal, pero que no se interrumpió en los periodos absolutistas. A comienzos del siglo XIX, muchísimos ayuntamientos españoles mantenían incultas grandes extensiones de tierra que podían cultivarse con provecho porque buena parte de las élites que controlaban, directa e indirectamente, dichas instituciones, grandes propietarios territoriales rentistas, oligarquías locales con intereses ganaderos y dueños de cuantiosas cabañas trashumantes, habían conseguido frenar los rompimientos. Estos les perjudicaban en tanto que oferentes de productos agrarios, demandantes de mano de obra y usufructuarios de pastizales.
Cuando las tropas napoleónicas invadieron España, las viejas instituciones se desmoronaron o quedaron muy debilitadas, se generó un vacío de poder y las élites defensoras del Antiguo Régimen se mostraron totalmente incapaces de evitar que miles y miles de cultivadores directos ocupasen arbitrariamente y roturasen grandes extensiones de tierras concejiles. Además, los ayuntamientos, acuciados por la crítica situación de sus finanzas y presionados por sus vecinos y acreedores, repartieron o vendieron una parte de sus patrimonios territoriales rústicos. En suma, España tenía hacia 1800 una importante reserva de suelo agrícola porque no había aprovechado su potencial de crecimiento agrario en los siglos XVII y XVIII debido al poder que, por distintas razones históricas, habían acumulado las élites interesadas en limitar su roturación.
Aparte del intenso crecimiento de la población tras la guerra de la Independencia, otras evidencias apuntan a una fuerte expansión agraria, sobre todo cerealista, en el periodo 1815-1829: la ausencia de crisis de subsistencias, la infinidad de noticias locales y comarcales sobre la extraordinaria entidad de las roturaciones, el hecho de que España pasase de importadora a exportadora neta de granos, la adopción, en 1820, y la persistencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales, el que la renta de la tierra no aumentase pese a la pujanza demográfica, el notable abaratamiento del trigo con respecto a los demás bienes y servicios, el mantenimiento de los salarios reales en niveles muy superiores a los de finales del siglo XVIII y el apreciable aumento de los flujos interregionales de mercancías desde la década de 1820.
Los cereales acaparaban un elevadísimo porcentaje del terrazgo agrícola, pero, entre 1815 y 1829, la superficie plantada de vides y olivos creció tanto o más que la cultivada de granos. Cataluña y Andalucía fueron las principales regiones protagonistas de la expansión vitivinícola. Tras el desplome de las exportaciones de aguardientes, Cataluña reorganizó y mejoró su vitivinicultura elevando la producción de caldos de más calidad. El alza de las exportaciones de los Sherry a Gran Bretaña fue el principal motor del crecimiento del sector vitivinícola andaluz. Por su parte, la expansión oleícola se apoyó bastante en el incremento de las exportaciones de aceite para usos industriales.
El impetuoso crecimiento de la producción de cereales tras la marea roturadora provocó un exceso de oferta y el hundimiento de sus precios. Varias provincias del oeste peninsular, ya desde 1817, reclamaron la libertad de exportación de granos y un sustancial incremento de la protección arancelaria a ellos. Para sostener el auge cerealista había que reducir drásticamente la competencia de los trigos rusos, estadounidenses y norteafricanos en los mercados litorales. El 23 de diciembre de 1819 se fijaron unos altos derechos de entrada para los trigos extranjeros; poco después, el 8 de septiembre de 1820, las Cortes prohibieron las importaciones de cereales, harinas y legumbres, salvo que los precios de dichos productos superasen determinados umbrales.
La política comercial prohibicionista fue impulsada por los propietarios territoriales rentistas y los cultivadores de cereales y apoyada por los industriales catalanes, especialmente por los algodoneros. Estos, una vez perdido el monopolio del comercio con Indias y consolidada la supremacía de las manufacturas británicas en los mercados internacionales, cada vez dependían más de las ventas que realizaban en los pueblos y ciudades de España y precisaban, para impulsar la modernización de sus empresas, que el mercado nacional de tejidos y otras mercancías quedase reservado a los productores autóctonos; además, necesitaban que aumentara la capacidad de compra de las familias rurales españolas, y para ello el prohibicionismo cerealista constituía entonces el mejor instrumento. Esta nueva política comercial coincidió con una oleada de proteccionismo enérgico que protagonizaron Estados Unidos y no pocos países europeos y que tuvo lugar tras las políticas de sustitución de importaciones que se habían aplicado en diversas naciones durante las guerras napoleónicas.
En España, el crecimiento económico se distribuyó en el espacio de una manera menos desigual entre 1815 y 1829 que en el siglo XVIII: después de 1815, las regiones del interior se expandieron más velozmente que en el setecientos y las de la periferia mediterránea más lentamente. Esta menor disparidad en el desempeño económico de los distintos territorios no duró mucho: a partir de la década de 1830 y, sobre todo, de la de 1840, la periferia volvió a crecer bastante más rápidamente que el interior debido a la industrialización catalana y al incremento de la demanda europea de productos agrarios mediterráneos y minerales.
Las guerras con movilizaciones masivas de la población y las grandes epidemias constituyen dos de los cuatro jinetes de la equiparación (Scheidel, 2017). Ambos anduvieron por la España de los albores del siglo XIX y contribuyeron, efectivamente, a reducir las desigualdades en la distribución del ingreso: así, por ejemplo, la ratio salarios reales/ renta de la tierra aumentó en Castilla la Vieja un 89% entre 1796-1804 y 1822-1830 y un 64% en el sur de Navarra entre 1800-1808 y 1827-1835. En definitiva, más crecimiento y menos desigualdad en España después de la guerra del francés.
Un modelo poco sostenible
En absoluto he pretendido aquí fundamentar una especie de leyenda rosa del periodo 1815-1829. Son numerosas las razones que obligan a moderar, y no poco, el optimismo: 1) muchos cultivadores directos no se habían recobrado de los reveses registrados entre 1800 y 1814; 2) no todos los campesinos habían logrado acrecentar sus explotaciones y aprovechar las nuevas oportunidades mercantiles; 3) la propia marea roturadora contribuyó al desplome de precios y a generar una crisis de rentabilidad de la actividad cerealista a finales de la década de 1820; 4) la decadencia de una parte de las tradicionales manufacturas laneras y lineras cegó una fuente habitual de ingresos para numerosas familias campesinas; 5) el alza de la productividad del trabajo en la agricultura fue modesta y en muchos casos transitoria; 6) la pérdida de las colonias americanas, la cierta desintegración de la economía internacional y el hundimiento de las exportaciones de lana fina y aguardientes ocasionaron una fuerte contracción del comercio exterior; 7) la profunda deflación, fruto del descenso de la circulación monetaria inducido en parte por la desaparición de las remesas americanas, desalentó las inversiones; 8) apenas hubo cambio estructural y el peso relativo de la industria, salvo en Cataluña, se mantuvo o decreció; 9) la perpetuación del prohibicionismo durante varias décadas dificultó que las zonas exportadoras aprovechasen algunas oportunidades abiertas por el desarrollo de la economía internacional, sobre todo desde 1840, y 10) la escasa capacidad operativa del Estado, que se hallaba fuertemente endeudado y que disponía de unos ingresos muy insuficientes, imposibilitó la erradicación del contrabando y contribuyó a alimentar la incertidumbre política y económica y, por ende, a desincentivar las inversiones.
El nuevo modelo de crecimiento hacia dentro, basado fundamentalmente en la ampliación de la superficie de cultivo y en el prohibicionismo, no podía proporcionar buenos resultados durante mucho tiempo. España, a diferencia de Francia o Italia, no era un país plenamente colonizado hacia 1800, pero la abundancia del factor tierra en absoluto resultaba parecida a la del Medio Oeste estadounidense, Canadá o Argentina. El crecimiento económico se debilitó cuando la reserva de suelo agrícola se redujo, el ritmo de las roturaciones no pudo mantenerse, el acceso de la mayoría de los cultivadores directos a labrantíos y pastizales empeoró, algunos mercados comenzaron a mostrar síntomas de saturación y el vigor del crecimiento de la población mermó la dotación de tierra por activo y neutralizó buena parte de las ganancias de productividad agraria que se habían obtenido como consecuencia de la marea roturadora, del aumento del tamaño de muchas explotaciones y, por tanto, de una disminución del subempleo rural. El cólera de 1834 y la primera guerra carlista contribuyeron luego a ralentizar o paralizar el crecimiento.
En definitiva, pese a las importantes pérdidas de capital y de mano de obra de numerosísimas unidades productivas en el periodo 1800-1814, la economía española, tras la guerra de la Independencia, registró un vigoroso crecimiento gracias a la marea roturadora que convirtió extensísimas áreas de bosques y pastizales en campos de labor. Ahora bien, ello no era fruto de un brillante desempeño económico: España, en realidad, solo estaba recuperando parte del tiempo perdido en los siglos XVII y XVIII. Además, el brioso crecimiento posterior a la guerra del francés, de un carácter muy tradicional y extensivo, no era sostenible durante mucho tiempo.
Enrique Llopis Agelán es catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Complutense.
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