El día que Britney Spears fue libre
El futuro de la cantante nos afecta a todos más de lo que nadie podría imaginar. Si artistas como ella o Bob Dylan venden sus derechos de autor a fondos de inversión, ¿acabaremos bailando en el futuro al son de temas compuestos por los robots de 1984 de Orwell?
Ella se preguntaba a veces si aquello había sido lo más cerca que había estado de vender su alma al diablo. Sabía que era lo único inteligente que podía hacer en aquel momento, de todos modos. Simplemente, no veía otra opción. Y, después de todo, aquellas canciones hacía tiempo que habían dejado de ser suyas. Si es que acaso lo fueron alguna vez. ¿“Oops!... I did It Again”? A veces sentía verdadera vergüenza al toparse con aquel videoclip en los escaparates de las tiendas de televisores. Aunque, a decir verdad, ya hacía tiempo que no ocurría. Lo de sacarla en televisión. Ya ni siquiera existía la televisión. Al menos, no como la vivió ella. Ahora la música que sonaba en las pantallas ni siquiera necesitaba de divas del pop. Era compuesta por máquinas, como aquellas del 1984 de Orwell.
En ocasiones fantaseaba con que aquel tema servía de banda sonora al lanzamiento de algún cohete nuclear. “Oops!... I did It Again”, gritaría un sargento uniformado pulsando el famoso botón rojo de destrucción planetaria. ¿Acaso no eran ese tipo de cosas las que acababan financiándose con los fondos de inversión? Seguramente estaba exagerando. Como siempre le habían recriminado.
Todavía recordaba cómo le explicaron lo que era un fondo de inversión. Con un lenguaje infantil, como si fuera una niña que nunca hubiera llegado a quitarse esos coleteros de pompones rosas. “Es dinero que busca dinero”, dijeron. Y ella imaginó cómo sus canciones se convertían en detectives de vil metal, convirtiéndose en movimientos especulativos de alquiler en lejanas ciudades como Madrid, o en conseguir mercantilizar la dichosa vacuna que salvó a la humanidad en el 2021. Dinero que buscaba dinero. Dinero era lo que le iban a dar a ella. Mucho. Y era lo que ella necesitaba. Lo demás, en aquel momento, le daba igual. Lo importante era dejar algo a salvo de las manos de su padre. Algo a lo que poder aferrarse una vez recuperase su condición de adulta libre y funcional. La custodia de sus hijos. La normalidad.
Pero aquello tardó mucho tiempo en llegar.
Es cierto que, quizás, lo de afeitarse la cabeza no ayudó demasiado a mejorar su imagen pública. Pero estaba tan harta de todo. Y ella no era la única que había salido de fiesta sin bragas. ¿Qué había sido de Paris, o de Lindsay? Ellas también la liaban bien en aquellas noches. Pero ellas no eran madres, claro. Había una sutil diferencia. Que ella se lo pasara bien y se desmelenara de vez en cuando la invalidaba automáticamente como madre. Y le daba alas a su familia para convertirla en un títere capaz de dar giras, trabajar a destajo e incluso conseguir residencias en Las Vegas, pero no de gestionar su propio patrimonio ni sus afectos.
Por eso necesitaba dinero. Por eso vendió la mitad de sus derechos a fondos de inversión. Porque necesitaba liquidez. Y, por mucho que digan que el arte te hace libre, ella consideró que, en aquel momento, la libertad se encontraba en el dinero. Por mucho que pudiese perder el control sobre su obra. Su obra. Como si a aquellas alturas importase eso de “la obra”.
¿Acaso ella había llegado a ser una verdadera autora alguna vez? Sus canciones las firmaban decenas de supuestos escritores. Era algo que parecía imposible en los noventa, cuando empezó su estrellato. En aquellos días, una incluso podía reunirse con la que iba a ser la responsable de sus temas. En los dosmiles todo cambió. El número de compositores de los temas comenzó a incrementarse, así como los productores. Las canciones habían dejado de ser obras nacidas de una supuesta inspiración personal que hacía necesaria la expresión artística a través de la música. Los autores habían dejado de tener esa concepción, tan del siglo XIX, de seres tocados por las musas. La tecnología había traído de vuelta la idea de autor como mero artesano que construye temas en base a aquello que, supuestamente, más gustará. Más podrá vender. Dinero busca dinero, como solían decir. La música pop se había transformado en una gigantesca máquina de hacer dinero. Como ella.
Pero lo peor vino con Spotify y el dichoso algoritmo. Tampoco es que ella entendiera mucho de eso. Tan solo notaba que sus canciones habían dejado de tener una introducción y un estribillo, como aquellas que tan bellamente compuso Max Martin; para pasar a comenzar directamente con el estribillo. La canción debía atrapar al público en los treinta primeros segundos para que contase como reproducción en Spotify. También se acortaron sus temas. Desde aquel momento, tres minutos ya eran muchos. La música se fraccionaba y se multiplicaba como si fueran rodajas de sonido capaz de fraccionar y multiplicar aún más sus dividendos. La música ya no era música, era economía. Y los artistas, la verdad sea dicha, parecían no entender mucho de ese tema.
Quién le iba a decir a ella que sería una pionera en lo de vender su patrimonio musical. Lo que a ella le tocó hacer por necesidad y problemas familiares, se volvió moneda de cambio común durante la pandemia del coronavirus del 2020. Incluso el ínclito Bob Dylan acabó vendiendo su catálogo editorial por 300 millones de dólares. Claro, el pobre también necesitaba liquidez. La venta de discos físicos se había desplomado tras la llegada de internet y el streaming. Las compañías de streaming pagaban lo que venía a ser una pequeña limosna por cada reproducción. Y después, durante los aciagos años del 2020 y el 2021, olvídate de tocar en directo, aquello que había salvado de la ruina a los artistas durante el nuevo milenio. Vender era la única solución.
Fue entonces cuando las canciones terminaron por ser lo que llevaban intentando que fueran desde hace años: cifras.
En aquel momento, ella no se dio cuenta de dónde podía llevarles todo aquello. En aquel momento, tan solo había necesidad. Las consecuencias vinieron después. Pero nadie las consideró importantes, ya que solo afectaban al arte. ¿Y a quién le importaba eso? A los fondos de inversión, no.
Los fondos de inversión (que no dejaban de estar ejemplificados en cuatro grandes compañías) lo único que querían, y consiguieron con todo aquello, fue quitarse a los malditos autores de encima. Tenían un algoritmo que les decía qué era lo que más gustaba, cómo conseguirlo y qué mecanismos utilizar. Tenían toda una colección con millones de canciones con las que poder jugar y de las que poder obtener información. Después, Orwell les dio la clave. ¿Para qué tantos autores, tantos compositores? Era mejor que aquello de las canciones pop lo decidiese una máquina. Un robot capaz de darle al público lo que quería. Y a ellos, su dinero. Si ya incluso en el 2020 existía una herramienta capaz de generar un “error humano” en la producción para que sonase “más auténtico”. Quitarse de encima el concepto de autor les daba mucha ventaja.
Ahora que se discute tanto acerca de libertad de expresión, cabe preguntarse también qué libertad tenemos cuando nuestro arte está marcado y movido por el simple valor de resultar rentable a grandes compañías y fondos
Así, Britney dejó poco a poco de escuchar sus temas en la radio. E incluso le ofendía un poco ver que temas creados por robots obtenían más reproducciones de lo que ella nunca había conseguido. Pero no se podía jugar contra aquello que sabe lo que quieres mejor que tú, gracias a la información que le da tu teléfono, tu ordenador, tu consumo.
Sí, seguramente Britney Spears había vendido su alma al diablo. Porque el día que Britney fue libre fue el día en que la música dejó de esclavizarla. En el que ella dejó de ser un juguete roto, porque ya ni siquiera era considerada un juguete. Ya nadie quería jugar con ella, porque había otros elementos más lucrativos en los que entretenerse.
Puede que ahora podamos caer en la tentación de no tomar en serio estos movimientos. De no tomar en serio a la música pop. Pero es importante recordar que, aquello que mueve a los que están arriba, también afecta a los de abajo.
La música ha sido un negocio muy lucrativo a lo largo de la historia. Pero también ha sido uno de los medios de expresión más poderosos a la hora de transmitir mensajes contestatarios, que nos hablan de cambios y revoluciones. Del sentimiento que nace en las calles y mueve a los corazones. Si este medio se mercantiliza de manera completa, permitiendo que los autores dejen de ser considerados un elemento necesario en la cadena de producción, nos encontraremos con un mundo más presente de lo que parece. Uno en el que el mensaje que retransmiten las ondas sea el que los poderosos dictan. Y en el que el pueblo vaya perdiendo cada vez más voz.
Ahora que se discute tanto acerca de libertad de expresión, cabe preguntarse también qué libertad tenemos cuando nuestro arte está marcado y movido por el simple valor de resultar rentable a grandes compañías y fondos. En el que la tecnología ponga zancadillas a aquellos que no pertenecen a sus sellos y aborte cualquier tipo de innovación artística. De contracultura.
Es peligroso escuchar tan solo a aquellos que gobiernan. Es necesario tener la posibilidad de acceder a otras voces, aunque no nos digan aquello que esperamos oír. Es imprescindible seguir contando con autores que tengan la libertad de expresarse. Y de contar con canales donde puedan hacerlo sin someterse a un algoritmo. La extrema mercantilización del arte puede llegar a negar la existencia del autor y, sobre todo, la posibilidad de que éste pueda vivir de su obra sin estar sometido a la rentabilidad que fijan aquellos que tienen el privilegio de hacerlo.
Si Britney hubo de vender su alma al diablo para obtener su libertad, no dejemos que su futuro se convierta en nuestro presente.
* Elena Rosillo es doctora en Comunicación y programadora de la sala Vesta de Madrid; también colabora en La Marea, donde mantiene una sección de recomendación musical
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