Clima: cinco años después
Si España asume con consenso priorizar la transición energética, sectores diezmados podrán recuperarse
El pasado día 12 se cumplieron cinco años de la suscripción por 189 países del Acuerdo de París en el seno de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Sobre la base de un diagnóstico de las amenazas asociadas al calentamiento global que dejaba poco lugar a la complacencia, se establecieron unos objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y de adecuación de los flujos de financiación de las economías a esos propósitos. Desde entonces, las evidencias han dejado corto aquel diagnóstico, verificándose la persistencia de niveles elevados de emisiones, el correspondiente ascenso de las temperaturas, así como catástrofes naturales de diversa naturaleza con el denominador común de su atribución a ese creciente deterioro medioambiental.
En ausencia de cambios significativos en las políticas hasta ahora aplicadas los daños físicos y económicos se incrementarán y se agudizará su irreversibilidad. El descenso de la productividad en la agricultura y en la pesca, las más frecuentes alteraciones de la actividad económica y la destrucción de capital productivo, el deterioro de la salud o directamente las pérdidas de vidas, eran destacadas por el Fondo Monetario Internacional en el capítulo tres de su último World Economic Outlook. A ello hay que añadir la complicación en la gestión de la estabilidad macroeconómica generada por el aumento de la volatilidad de la producción y de los precios originada por los cambios de temperatura y los desastres naturales, además de la presión sobre la sostenibilidad fiscal. Estrechamente vinculadas a esta última son las dificultades generadas para la reducción de la pobreza y las desigualdades, no solo en las economías menos avanzadas, normalmente las más castigadas por esos desastres y las que menor margen de maniobra tienen para gestionarlos y paliar sus consecuencias sobre el bienestar. La erosión del crecimiento potencial de las economías, superior en todo caso a los cálculos que se anticiparon hace cinco años, es el denominador común a todos los escenarios que se estiman si los principales países contaminantes no cambian radicalmente de comportamiento.
La decepción derivada del desigual cumplimiento de aquellos compromisos está siendo compensada, sin embargo, por algunos elementos esperanzadores. El más importante es la extensión de la conciencia de la emergencia climática entre ciudadanos y empresas en todo el mundo y con ellos la renovación de compromisos de reducción de emisiones y, en general, de extensión de políticas sostenibles, incluidas las asociadas a la cada día más apoyada economía circular. Ello no ha debido ser ajeno a los propósitos regeneradores que se han manifestado en la Climate Ambition Summit, celebrada el pasado día 12, convocada por Naciones Unidas y copresidida por el primer ministro de Reino Unido y el presidente de Francia, en la que de forma virtual han participado 70 jefes de Estado. La esperada ausencia del presidente Trump, y de cualquier representante oficial de su administración ha quedado más que compensada por el mensaje del presidente electo Biden y el entusiasta compromiso del presidente chino, activo en la cumbre. Ambos países siguen encabezando la lista de los principales emisores de gases.
Joe Biden ha declarado que, a partir del 20 de enero, el primer día de ejercicio como presidente de EE UU, reincorporará a su país al Acuerdo de París. Xi Jinping, por su parte, se comprometió a reducir sus emisiones de dióxido de carbono por unidad de PIB en un 65% en 2030 desde los niveles de 2005 y a triplicar durante la próxima década la capacidad de generación de energía eólica y solar de su país. En una dirección similar se manifestaron otros máximos mandatarios de economías avanzadas, los europeos de forma destacada.
La UE, que ratificó el Acuerdo de París el 5 de octubre de 2016, se ha comprometido a reducir sus emisiones al menos un 55% en 2030 desde los niveles de 1990. El Pacto Verde es esa “nueva estrategia de crecimiento destinada a transformar la Unión en una economía moderna, eficiente en el uso de los recursos y competitiva, donde dejen de producirse emisiones netas de gases de efecto invernadero en 2050, y el crecimiento económico deje de estar disociado del uso de recursos y no haya personas ni lugares que se queden atrás”. El plan describe las inversiones necesarias y las herramientas de financiación disponibles. Además de otros recursos, al menos una tercera parte de los 750.000 millones de euros con que está dotado el programa Next Generation EU se asignará a proyectos que garanticen la satisfacción de ese propósito.
Recuperar el tiempo perdido
España está en disposición de recuperar el tiempo perdido. La OCDE, en su último informe de perspectivas, destacaba en el capítulo español el compromiso de las autoridades por intensificar las inversiones en energías renovables, en eficiencia energética y en el transporte, anticipando la contribución de esas acciones a la recuperación económica y del empleo. La esperada aprobación y entrada en vigor de la Ley de Cambio Climático y Transición Energética (PLCCyTE) debe consolidar esas aspiraciones no solo de recuperación verde, sino de contribución a la transformación y modernización de nuestra economía. A la satisfacción de esas pretensiones deberán contribuir no solo la instalación de nueva capacidad de origen renovable, sino la generación de proyectos transversales en distintos sectores de la economía, desde los vinculados a la movilidad al sector turístico, pasando por la eficiencia energética en todo tipo de edificaciones.
No son pretensiones inalcanzables ni faltan fundamentos en las que asentarlas. En nuestro país se encuentran operadores empresariales y financieros que han asumido hace tiempo esa necesidad. Que anticiparon inteligentemente esa exigencia global y hoy mantienen posiciones de liderazgo mundial en la generación de energías renovables y en el empleo de modalidades de financiación verde y socialmente sostenibles. La estrecha colaboración público-privada que ha de presidir la concreción de proyectos de inversión en esos ámbitos puede ser determinante para que la inversión verde genere los efectos multiplicadores pretendidos. La asignación de recursos a la inversión en infraestructuras para la electrificación, en energías renovables, en eficiencia energética y en investigación en tecnologías limpias puede impulsar tanto más el crecimiento económico y del empleo cuanto mayor sea esa coordinación entre agentes. Así lo ponen de manifiesto diversos estudios, como el elaborado entre la Agencia Internacional de la Energía (AIE) y el FMI. Trabajos de la AIE destacan, además, que la persistencia del empleo creado por la inversión verde es superior al promedio.
Si en nuestro país se asume con el suficiente respaldo político esa prioridad de modernización económica desde la base de la transición energética, de todo punto compatible con esa otra de extensión de la digitalización, no pocos sectores hoy diezmados por la reclusión obligada por la pandemia podrán hacer de la necesidad virtud y asentar la recuperación modernizando su oferta. También podrán reforzarse los atractivos de nuestro país como un destino sano en su más amplia acepción, no solo para los visitantes turísticos de calidad, cada día más exigentes con las condiciones medioambientales, sino también para la captación de flujos de inversión extranjera directa, e incluso talento externo, en torno a esos proyectos de inversión verde. Una credencial válida sería hoy la asunción de compromisos equivalentes a los que se han anunciado en esa cumbre del pasado día 12 y que ese acuerdo fuera de todos. Un acuerdo de Estado.
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