No estigmatizar los préstamos europeos
El soporte comunitario equivale a más de diez años de esfuerzo autónomo de consolidación fiscal
Con el recrudecimiento de la pandemia España se enfrenta a la amenaza más peligrosa desde que alcanzó su modernización como país avanzado en el seno de la UE. Una amenaza potencialmente más aguda que la pasada crisis financiera y del euro que tan pesado legado nos dejó. La conjunción del mayor impacto relativo de la propagación del contagio con una sensibilidad más acusada de nuestra estructura productiva a las drásticas medidas necesarias para combatir el virus nos aboca a una situación delicada de la que no podemos salir contando solo con nuestras propias fuerzas. Necesitamos el apoyo de la solidaridad europea.
La concatenación del batacazo de la actividad, el empleo y las rentas con el esfuerzo fiscal de las indispensables medidas de expansión del gasto público abren la puerta a una prolongada etapa de desequilibrios presupuestarios y de aumento del endeudamiento que solo se podrá sortear sin caer en una nueva crisis de deuda contando con el respaldo de los socios y las instituciones europeos. Sin la ayuda exterior estaríamos abocados a repetir un colapso financiero que haría más profunda y duradera la contracción a la que nos enfrentamos. Por eso son tan importantes para España las innovaciones introducidas por la UE para poner a disposición de los países cuantiosos fondos respaldados por la solidez de la acción conjunta de todos sus miembros con los que hacer frente a las poderosas fuerzas recesivas en presencia.
La reacción europea ha estado a la altura de los retos planteados. Esta vez la UE ha reaccionado con diligencia y ambición, superando reticencias y líneas rojas que en el pasado condujeron a respuestas tardías, tímidas, insuficientes e incluso desacertadas.
De los 750.000 millones de euros activados en el Programa Europeo de Recuperación y Resiliencia corresponden a España, por su condición de país más afectado, 140.000 millones que representan el 11% del PIB español. Para dar una idea de lo que supone la magnitud de esta ayuda potencial basta con recordar que en el pasado reciente nos costó diez años reducir el déficit público en 9 puntos de PIB. Se puede decir, por tanto, que el soporte europeo disponible equivale a más de 10 años de esfuerzo autónomo de consolidación fiscal. No es una simple muleta, puede ser un fuerte pilar en el que apalancar la recuperación, primero, y el reequilibrio fiscal, después.
Una de las líneas de resistencia a las que se enfrentó la articulación del paquete europeo fue la de aquellos que, desde los países frugales y más reacios a la solidaridad, pretendían reducir el sostén a la concesión de préstamos financieros, excluyendo las subvenciones directas a los programas de gasto. Esa barrera se quebró mediante una negociación que alumbró una solución de compromiso que combinaba líneas de subvenciones y préstamos en cuantías similares, con ligera ventaja para las primeras.
El tira y afloja de la negociación no fue baladí. Las subvenciones comportan un elemento más sustancial y directo de solidaridad. Los países pueden recurrir a ellas en función de sus necesidades, articuladas en torno a los Planes Nacionales de Recuperación y Resiliencia, y han de reembolsarlas a muy largo plazo en proporción a sus contribuciones al presupuesto comunitario. Ello es así porque se financiarán con bonos emitidos por la Comisión que habrán de amortizarse con cargo a dicho presupuesto, al que los países contribuyen en función de su potencia económica (Renta Nacional Bruta, recaudación por IVA y otros conceptos fijados en la Decisión sobre Recursos Propios). De esta manera hay una transferencia efectiva de renta desde los países más fuertes, que más contribuyen a las arcas comunitarias, hacia los países más apremiados por la pandemia. El componente de solidaridad es potente y visible.
Componente solidario
Ello no quiere decir, sin embargo, que el soporte a través de préstamos no tenga también un componente solidario. Es cierto que, en este caso, cada país tendrá que reembolsar las cantidades que tome prestadas. No hay transferencia monetaria que fluya directamente de unos países a otros. No obstante, a través de los préstamos europeos, los países más sólidos y con mayor reputación en los mercados ponen su fortaleza como respaldo de los países más necesitados de ayuda externa. Y no solo al facilitar la financiación en condiciones ventajosas que suponen un ahorro efectivo en carga de intereses, que es más sustancial en caso —no descartable— de inestabilidad financiera, sino también y, sobre todo, porque aminora las urgencias de tener que recurrir a los mercados en circunstancias en las que estos puedan ser remisos a invertir en bonos emitidos por países cuya sostenibilidad financiera pudiera estar en duda.
Tiene sentido, como ha hecho el Gobierno español, otorgar preferencia y prioridad a la utilización del sustento europeo a través de las subvenciones directas de los planes de gasto y dejar para más adelante el posible recurso a las líneas de préstamos, cuando las circunstancias financieras lo aconsejen. Por ejemplo, cuando se hagan más visibles las diferentes condiciones de crecimiento y endeudamiento con las que los distintos países encaren la recuperación una vez superada la pandemia. No todos saldrán en las mismas condiciones y los inversores discriminarán.
Lo que no tiene sentido, como hizo Italia durante la negociación, es estigmatizar los préstamos europeos, como si se tratase de un rescate encubierto acompañado de una dura condicionalidad, y renunciar a priori a su utilización. Esa actitud carece de sentido particularmente en aquellos países que parten de un elevado nivel de endeudamiento y para los que el principal riesgo consiste en que la fuerte contracción económica desencadenada por la crisis sanitaria pueda llegar a transmutarse en un colapso financiero, con las consiguientes repercusiones sobre unos sistemas bancarios duramente penalizados por el aumento de la morosidad. Los préstamos europeos del Programa de Recuperación y Resiliencia tienen una condicionalidad genérica que no comporta una cesión de soberanía en el manejo de las políticas económicas nacionales y son una buena barrera de protección efectiva frente a dicho riesgo, que, aunque sea de baja probabilidad, tendría consecuencias catastróficas. Merece la pena, por tanto, no renunciar a un seguro precisamente frente a la posibilidad, por remota que sea, de tener que recurrir a un nuevo rescate, entonces sí con una condicionalidad exigente.
José Luis Malo de Molina es economista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.