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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Éxtasis

Se necesitan reformas porque nuestra estructura de ingresos es insuficiente para financiar los gastos que aprobamos

ilustración negocios
MARAVILLAS DELGADO

La Real Academia define éxtasis como el “estado de exaltación o suspensión de los sentidos provocado por un sentimiento religioso, de alegría o de admiración”. Exactamente lo que todos hemos sentido ante el anuncio de que la ciencia ha logrado obtener una vacuna contra la covid. Súbitamente hemos pasado de la incertidumbre radical a un escenario en que lo que importa es cómo se asignan probabilidades a los distintos riesgos —en especial, los logísticos— que se interponen entre la tragedia de la pandemia y el mundo que conocíamos antes de que se nos viniera encima. A la vacuna se ha unido la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, y con ella, la esperanza de que las reglas y el multilateralismo vuelvan a estar en el centro de las relaciones internacionales. Sin duda, el mundo hoy es mejor y más prometedor que hace una semana.

Dejar atrás el miedo y el desconcierto, y descartar las recuperaciones en L o en W, supone la reaparición de un horizonte de medio plazo para nuestras sociedades y economías. Ya no se trata de resistir, sino de planear y acordar lo que hay que hacer para reconstruir mejor. Es una gran oportunidad que ningún país —y menos España— debiera desaprovechar.

Las previsiones económicas se van a revisar al alza. No indiscriminadamente, sino atendiendo a las fortalezas y vulnerabilidades que han demostrado en los últimos meses, y al realismo y calidad de las políticas que están proponiendo para la transformación de sus economías. El éxtasis —la suspensión de los sentidos— dará paso al cálculo racional y al análisis minucioso, sepultando la improvisación y los voluntarismos. No proponer una estrategia sólida y cuantificada —por gradual que sea— para reparar los daños y aprovechar la oportunidad de cambio va a ser un muy mal negocio político, económico y social.

En las próximas semanas, la tramitación de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) dará pie a acalorados debates sobre una de las grandes piezas de la política económica española. Probablemente se discutirá sobre el realismo del cuadro macro, sobre la eficiencia y gobernanza de los fondos europeos, sobre el aumento del gasto social o sobre la conveniencia de nuevos impuestos, de las subidas del sueldo de los funcionarios o de la actualización de las pensiones. Es decir, lo normal. Lo que era anormal es que esos debates no se produjeran desde hace cuatro años.

Pero en un Estado tan descentralizado como el nuestro, los PGE no definen la política fiscal. Para entender el tono y sostenibilidad de la política fiscal española hay que acudir al Plan Presupuestario que el Gobierno ha presentado en Bruselas, en el que se consolidan las actividades de las distintas Administraciones públicas y se netea el impacto de los fondos europeos. Allí lo que encontramos es que el gasto consolidado virtualmente se estabiliza en términos nominales, que los ingresos consolidados aumentan un 7%, que el déficit primario —es decir, excluyendo intereses— se sitúa en el 5,5% del PIB y que la ratio deuda-PIB alcanza el 117%. También aquí el debate se puede centrar en el realismo de algunos de sus supuestos —por ejemplo, en la caída del 46% de las subvenciones por desempleo—, pero lo realmente esencial es que lo que hay detrás de esos datos es una economía que ha visto caer su potencial de crecimiento al 1,3% y que, cuando se eliminan los impactos del ciclo, presenta un déficit estructural del 6,1% del PIB. El FMI eleva ese déficit al 7,3%, prevé que, sin medidas, estará en torno al 4% en los próximos años y muestra que desde hace 15 años no ha estado equilibrado.

Toda estimación se puede —y se debe— cuestionar, pero lo que no resulta prudente es no prestar atención al problema que identifica: que nuestra estructura de ingresos es estructuralmente insuficiente para financiar los gastos que aprobamos. La consecuencia es un nivel de deuda pública en torno al 120% que, por muy distintas vías, va a estar condicionando la política económica española durante mucho tiempo.

Enfrentar ese riesgo no es cosa de un año. Ni siquiera solo de medidas tributarias o de gastos: sin reformas —y menos aún con inseguridad jurídica y contrarreformas— que incrementen nuestro crecimiento potencial, los costes serán intolerables. Necesitamos el tiempo que solo puede proporcionar un plan de medio plazo realista, cuantificado y consensuado. Un plan que, como la Airef ha recordado ya, exige la ley. Cuanto antes lo tengamos, antes conjuraremos el riesgo de que el éxtasis se convierta en desolación.

José Juan Ruiz es economista.

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