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La crisis deja a los Estados como último dique de contención

Los países redoblan sus planes de ayuda para sostener la actividad. Economistas y académicos de distintas ideologías destacan la importancia de los poderes públicos en la crisis

Ignacio Fariza
Hospital St. Thomas, en Londres.
Hospital St. Thomas, en Londres.TOBY MELVILLE (Reuters)

Han sido semanas, pero parecen meses. Y, si todo sale como marca el guion escrito por los expertos, con el paso de los años la historia probablemente se cuente más o menos como sigue: a principios de 2020 las economías occidentales vieron caer, una detrás otra, todas las piezas de su engranaje por un coronavirus. Primero los confinamientos para evitar los contagios obligaron a echar el cierre al sector servicios, pilar de la economía en este lado del mundo. Tras él fueron la industria y la construcción, que dejaron en tiempo récord un horizonte yermo. Los Estados quedaron, durante semanas, como único dique de contención para evitar que el hundimiento fuera total.

“Los Gobiernos se están viendo forzados a asumir un papel activo porque la crisis está causando un enorme daño sobre el sustento de los ciudadanos”, explica Diana Coyle, profesora del Departamento de Política Pública de la Universidad de Cambridge. “Habría sido inimaginable que no hubiesen dado un paso al frente para tratar de ayudar y limitar el daño económico, apoyando los ingresos y los empleos tanto como sea posible y salvaguardando industrias clave”. A diferencia de otras crisis, en esta arrecian las voces desde todas las ideologías que piden más protagonismo a los Estados. “Los Gobiernos de todo el espectro ideológico están dándose prisa en ampliar el Estado y darle un peso mucho mayor: en servicios esenciales, en ayudar a quienes queden en paro. Muchos países tendrán que apoyar o nacionalizar parte de sus economías y veremos niveles mucho más altos de préstamos estatales”, expone John Nugée, profesor en la Universidad St. Mary’s y ex alto funcionario del Banco de Inglaterra.

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Con el consumo hundido, los Estados han tenido que dar un paso al frente como último recurso para evitar que la recesión derive en una gigantesca depresión y que las comparaciones se hagan con 1929 en lugar de con 2009. “Están actuando como los únicos aseguradores posibles frente a la tragedia”, valora Otaviano Canuto, exvicepresidente del Banco Mundial. “Las medidas han sido diseñadas como temporales, reversibles y de una sola vez. Sin embargo, la línea de responsabilidades [entre lo público y lo privado] en áreas como la sanidad probablemente se mueva”.

Ni siquiera quienes más han renegado siempre del papel del Estado en la economía, quienes han mostrado una mayor alergia impositiva y han sacado su fusta contra lo público cada vez que han podido, niegan hoy la necesidad de dar un paso al frente temporal para evitar que la recesión mute en depresión y no ya solo en recesión, algo que se da por descontado.

Ni para ellos es el momento de los remilgos a la hora de sacar toda la artillería fiscal: Donald Trump, epítome de los apóstatas de lo público y autor de una enorme rebaja de impuestos durante su mandato, ha sido uno de los que con más celeridad y contundencia ha puesto toda la carne en el asador, dando los primeros pasos para transferir dinero a la ciudadanía en lo que puede ser —esta crisis puede llevarse por delante muchos dogmas— el germen de una auténtica renta básica universal. “Estamos”, opina Barry Eichengreen, de Berkeley, “ante un claro recordatorio a los escépticos de un sector público fuerte de que esta crisis no puede ser manejada únicamente por el sector privado o la caridad. Como en una guerra, no dejamos al sector privado la responsabilidad de dar la batalla”.

Sirviéndose de la ya manida analogía bélica, hasta el FMI, nada sospechoso de heterodoxo pese al viraje social de los últimos años, tiene claro que si algo ha cambiado es el rol de los Estados. “En una guerra, el gasto masivo en armamento estimula la actividad económica y los servicios esenciales se garantizan mediante disposiciones especiales. En esta crisis, las cosas son más complicadas, pero la característica común es el mayor papel del sector público”, escribían la semana pasada cuatro economistas del Fondo. “La emergencia justifica una mayor intervención del sector público mientras persistan las circunstancias excepcionales”. No se trata de sustituir al mercado, sino de lo contrario: de garantizar el normal funcionamiento de este cuando pase el tsunami.

La historia muestra que tras las crisis “se produce una expansión del papel de los Gobiernos en la economía”, desgrana Edwin Truman, socio del Peterson Institute y colaborador del equipo económico de Bill Clinton. “Son momentos”, añade, “en los que nos damos cuenta de que la acción coordinada a través de un Gobierno central es más necesaria de lo que creíamos. Y eso permanece”. Desde una visión más liberal, João Tovar, de la Universidad de Lisboa, ve “justificada la apelación tradicional de la izquierda de una mayor intervención estatal en esta coyuntura”, pero pide una “rápida retirada en cuanto la situación esté bajo control”. “La pandemia está alimentando, erróneamente, la idea de que estamos ante una crisis del capitalismo, el liberalismo o la globalización: no tiene nada que ver con eso. Los Estados tienen que tener un tamaño óptimo para desempeñar eficientemente su tarea central y básica de guardián soberano”, desarrolla por correo electrónico.

El imprescindible “aquí estoy yo” de los Gobiernos obligará a asumir una montaña de deuda pública, que se sumará a la acumulada en la última crisis. Y será un Everest: según el último monitor de la patronal bancaria mundial se multiplicará desde niveles ya elevados. Las cifras de marzo, cuando las emisiones públicas marcaron un nuevo récord global, son el aperitivo de una certeza de ese relato futuro: la relación entre deuda y PIB se disparará. “No es bueno, claro, pero sí mejor que lo haga por el lado del numerador que del denominador”, cierra Ángel Talavera, de Oxford Economics. La prioridad sigue siendo amortiguar un golpe económico todavía de dimensiones desconocidas. Es la hora de los Estados.

Las ayudas públicas suman ya un 10% del PIB mundial

El sector público se ha visto obligado a asumir un papel central. Frente a los rescates de la banca tras la crisis financiera de 2009 —aún no se ha llegado ahí, pero ojo con el sector aéreo—, ahora el objetivo es congelar al máximo la economía para contener el golpe del virus y evitar el derrumbe. Para ello los países han lanzado programas de ayudas directas y créditos a trabajadores y empresas. En ese sálvese quien pueda tan propio de todas las grandes crisis, solo los Gobiernos tienen el músculo —aunque menguante— y los incentivos para salir al rescate y contener la catástrofe.

A finales de marzo los paquetes de ayuda por parte de los Estados ya superaban el 2% del PIB global: entonces la única comparación era con los programas de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial. Pero la cifra no ha dejado de crecer en abril. La semana pasada el FMI la elevaba hasta los ocho billones de dólares, casi un 10% del PIB mundial. Los países siguen lanzando planes de ayuda: la UE doblará su presupuesto e Italia y Japón, dos países con los peores pronósticos, han lanzado un nuevo manguerazo para apoyar la economía real: 400.000 millones en el caso italiano, el mayor de su historia, y casi un billón en el del gigante asiático.

El Banco de Inglaterra anunció que imprimirá —temporalmente— tanto dinero como sea necesario para financiar al Gobierno. El anuncio es un balón de oxígeno para Downing Street y un portazo en la cara de la ortodoxia. Medidas extraordinarias en momentos extraordinarios. “La magnitud de la crisis hace que hasta los economistas ortodoxos aboguen por una intervención pública sin precedentes para salvar a la economía de una depresión”, apunta Ángel Talavera, de Oxford Economics.

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Sobre la firma

Ignacio Fariza
Es redactor de la sección de Economía de EL PAÍS. Ha trabajado en las delegaciones del diario en Bruselas y Ciudad de México. Estudió Económicas y Periodismo en la Universidad Carlos III, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid.

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